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Las manos en que estamos

Es una guerra santa, como han sido las peores. Los participantes tienen a su respectivo Dios a su lado. Qué mal los escoge Dios

Antonio Caballero
22 de octubre de 2001

Empieza una guerra que el presidente de los Estados Unidos llama “del Bien contra el Mal”, y cuya primera fase ha sido bautizada ‘Operación Justicia Infinita’. Una guerra de la cual todavía no se sabe muy bien contra quién es: “With abroad”, la llama un caricaturista inglés parodiando el uso rudimentario que el presidente Bush hace de su propia lengua: “Con el exterior”. Pero en la cual se ha señalado ya como objetivo inmediato a Afganistán, país al que se acusa de dar cobijo a Osama Bin Laden, el principal sospechoso de haber organizado los atentados terroristas de la semana antepasada contra Nueva York y Washington.

Es una Guerra Santa, como han sido siempre las peores: ni tienen fin, ni respetan principios. Los participantes, tanto de un lado como del otro, tienen a Dios de su lado: cada cual a su respectivo Dios. Y hay que ver cómo son los participantes: qué mal los escoge Dios.

El jefe de los buenos (o, según los de enfrente, de los malos) se llama George W. Bush, y es el presidente del país más poderoso de la tierra. Como a su padre, también presidente, y que organizó la Operación Justa Causa para bombardear a Panamá y la Operación Tormenta del Desierto para arrasar a Irak, le encantan las guerras. Así, en los ocho meses que lleva en el gobierno ha roto unilateralmente el tratado antimisiles balísticos que sus predecesores habían firmado con la Unión Soviética para evitar una guerra atómica; ha incitado a la China, a Rusia, a la India, a Pakistán y a Corea del Norte (y de paso a Francia y a Gran Bretaña) a reforzar sus programas de armamento nuclear; ha más que duplicado el presupuesto militar de su país; se ha negado a firmar los pactos universales contra la fabricación de minas terrestres antipersonales y contra el comercio de armas livianas, que alimentan todas las guerras “de baja intensidad” que hay en el mundo. Le gusta matar gente: cuando era gobernador de Texas firmó más sentencias de muerte que todos los gobernadores sumados de los demás estados. Hasta hace pocos años era alcohólico, pero dejó la bebida por la religión a instancias del reverendo Billy Graham, pastor fundamentalista protestante. Bush es lo que en los Estados Unidos llaman un “new born christian”: un cristiano renacido. Un fanático.

Sus principales aliados —fuera de los europeos, que no se atreven a decir esta boca es mía— son el primer ministro de Israel Ariel Sharon, un general genocida embarcado en su propia guerra de exterminio contra los palestinos; el presidente de Rusia Vladimir Putin, ex agente de la temida KGB soviética, dedicado él también a aniquilar a los independentistas chechenos; y el más inmediato vecino de Afganistán, el dictador paquistaní Pervez Musharraf, un general golpista que se hace retratar en uniforme de campaña constelado de condecoraciones y tiene bombas atómicas. Y está aterrado: si no presta su país para atacar a Afganistán, Bush lo destruirá; pero si lo presta, el pueblo paquistaní (140 millones de musulmanes) lo considerará traidor al Islam.

Del lado de los malos (que según ellos son los buenos, pues luchan contra el Gran Satán), el elenco de personajes es aún más inquietante. Los encabeza un fanático como Bush, aunque no protestante presbiteriano sino musulmán wahabita: el millonario saudí Osama Bin Laden, ex aliado de la CIA durante la invasión soviética de Afganistán, que hoy vive en una caverna en las montañas rodeado de ordenadores con los cuales maneja por Internet sus inversiones financieras en cuatro continentes y dirige atentados terroristas. Su principal aliado, que es a la vez su suegro y su yerno, es el emir Mohamed Omar, un misterioso clérigo tuerto por herida de guerra que anda descalzo en señal de humildad y ha sido proclamado Príncipe de los Creyentes por los talibán: los seminaristas islámicos educados en el Corán de las madrasas de Pakistán que, armados y adiestrados militarmente por la CIA y financiados por Arabia Saudí, se adueñaron de Afganistán en 20 años de guerra. Omar acaba de dictar una fatwa o edicto religioso llamando a la yihad o guerra santa contra la ‘Cruzada’ decretada por Bush.

Entre los simpatizantes de Bin Laden, además de los 3.000 ó 4.000 miembros que según dicen tiene su grupo personal, están todos los países y organizaciones armadas del mundo enemigas de los Estados Unidos o de Israel: la Yihad islámica, el Hamás palestino del jeque paralítico Ahmed Tassin, el GIA argelino, el coronel libio Muhamad Gadafi, que ya aguantó un bombardeo norteamericano, y el dictador iraquí Saddam Hussein, que ya aguantó una guerra de Bush padre. Sólo faltan los ayatolas iraníes, que aunque odian a los Estados Unidos son a la vez enemigos de los talibán por razones religiosas; los primeros son chiítas, y los segundos, sunnitas.

Estamos, pues, en las peores manos que quepa imaginar, en las manos de Dios.

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