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Las derrotas de la izquierda en Suramérica

Aparte de los fracasos económicos y de los agujeros negros en la transparencia está el cansancio ciudadano con la prolongación de los mandatos.

León Valencia, León Valencia
4 de junio de 2016

Está feliz la derecha en la región. La izquierda está perdiendo las elecciones o la están desalojando del poder. En Brasil y en Venezuela se están viviendo situaciones más dramáticas. En Argentina también se libró una angustiosa batalla política. En Perú la izquierda no alcanzó a pasar a segunda vuelta y este domingo se tiene que contentar con apoyar a un connotado exponente de la derecha para intentar atajar a la hija de Fujimori. En Ecuador y Bolivia el panorama para las próximas elecciones no es alentador.

Los dirigentes de las fuerzas derrotadas o acosadas tienen una explicación: se trata de una conspiración de la derecha con alguna ayuda de fuerzas externas. Los rivales tienen otra explicación: es la ineficacia, la mala gestión, la incapacidad para gobernar estos países que están en camino al desarrollo.

Es cierto que en algunos de ellos la derecha está urdiendo las más oscuras intrigas para hacerse al poder. En Brasil es evidente. El juicio que se le adelanta a Dilma Rousseff es una mascarada en la que se ha tejido una alianza entre las fuerzas más corruptas con el propósito de separar a la mandataria del gobierno. Es cierto también, como afirma la derecha, que en algunos casos hay una desastrosa administración de los recursos.

Pero las dos explicaciones son insuficientes. Me atrevo a decir que en el fondo de la crisis que vive la izquierda hay tres causas: ninguno de los partidos o movimientos de esta corriente política ha podido forjar un proyecto económico viable; ninguno ha podido conjurar los brotes innegables de corrupción; y a todos los está afectando la fatiga de la ciudadanía con la prolongación indefinida de los mandatos.

El Partido de los Trabajadores y Luiz Inácio Lula da Silva lograron crear la ilusión de un modelo económico que al tiempo que distribuía riqueza producía un desarrollo inmenso. En sus dos mandatos Lula sacó a 30 millones de brasileños de la pobreza y produjo una gran transformación económica. Pero llegó la crisis y esa ilusión se desvaneció. El combate a la inequidad y a la pobreza no tenía una base estable, tampoco el crecimiento económico.

La izquierda no ha encontrado el camino para convertir la riqueza natural de los países de la región en riqueza productiva. Es ese el gran reto. La orientación de la izquierda, con variaciones de un lugar a otro, con matices, ha sido extraer rentas de la tierra y distribuirlas vía programas asistencialistas. Esto no es, desde luego, censurable. Hay allí un ánimo justiciero que no se puede abandonar. Pero ha quedado demostrado que esto no produce nuevas economías. Venezuela es la muestra más palpable.

Al tiempo la corrupción ha golpeado duramente en las puertas de la izquierda. Después de haber fustigado durante décadas a la derecha en el poder por el abuso en la utilización de los recursos, esta corriente política ha tenido que admitir que también ella, una vez asentada en el gobierno local o nacional, puede caer en graves escándalos de corrupción. Ninguno de los gobiernos se escapa de algún brote. El menor podría ser el que afectó a la familia de Michelle Bachelet, pero dada la aureola que ha rodeado a esta gran líder chilena, las denuncias tuvieron un grave efecto en su mandato.

Aparte de los fracasos económicos y de los agujeros negros en la transparencia está el cansancio ciudadano con la prolongación de los mandatos. Hay una ley de la democracia contra la cual es inútil luchar: el ir y venir del péndulo político. La izquierda latinoamericana no se ha dado cuenta de eso.

En los países de competencia política abierta, con reglas institucionales estables, con equilibrio de poderes, es imposible que una corriente permanezca por tiempo indefinido en el poder. Incluso si los gobiernos tienen muchas bondades la ciudadanía se fatiga viendo a los mismos. Aguanta dos, con dificultad tres mandatos. Pero el cuarto suele convertirse en una pesadilla. La situación se agrava cuando, además, hay que cambiar las reglas de juego para acceder a esta continuidad en el poder. El caso boliviano es muy ilustrativo. Un presidente tan popular como Evo Morales acaba de perder un referendo para prolongar su mandato.

En conversaciones con mis amigos de izquierda me he dado cuenta de que muchos toman las derrotas de la izquierda como una verdadera tragedia, como si fuera una pérdida definitiva. También la derecha alienta la idea de que nunca más volverán gobiernos de este signo.

Pero pasar a la oposición no es, en una verdadera democracia, una tragedia; es, si se quiere, un hecho inherente del juego político. Es más, puede ser una bendición. Para algunos casos en América Latina creo que lo es. A algunos partidos y líderes políticos les convendría un tiempo de reflexión sobre nuevas alternativas económicas; un tiempo de depuración de sus filas para prevenir la corrupción; un tiempo en la calle y en la crítica, para aspirar, de nuevo, a conducir a estos países tan complejos en su adolescencia democrática.