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La firma de los gobernadores y los alcaldes

Una de las causas de la continuidad e intensificación del conflicto ha sido la falta de una estrategia de posconflicto en las zonas donde ha prosperado la violencia.

León Valencia, León Valencia
23 de julio de 2016

Si yo fuera Santos habría llevado en el avión presidencial a La Habana, el 23 de junio, a participar en la firma del cese al fuego y a las hostilidades bilateral y definitivo, a los 16 gobernadores y a los 29 alcaldes de los territorios donde se van a instalar las zonas de concentración de las Farc. Igualmente habría invitado a algunos líderes sociales de esas zonas.

Si yo fuera Santos, el día del acuerdo final de paz haría una segunda copia del tratado y lo pondría para una firma simbólica o quizás real de todos estos mandatarios locales. Días antes les enviaría el texto con la petición expresa de que lo estudiaran a conciencia y el día de la ceremonia los invitaría a pasar uno por uno a la mesa para que rubricaran su compromiso con los acuerdos. Tal vez invitaría a personas representativas de las comunidades a que fungieran de testigos de la firma de la paz.

Si yo fuera Santos el primer decreto que haría, en uso de las facultades extraordinarias que la ha concedido el Acto Legislativo para la Paz, sería el de la participación activa y decisoria de los alcaldes y gobernadores del país en todas y cada una de las tareas del posconflicto.

Me esforzaría para detallar los compromisos de los mandatarios locales en la reforma agraria integral; en la promoción de la participación política de las fuerzas surgidas en la transición, especialmente en el desarrollo de las circunscripciones especiales de paz; en la implementación del Programa Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito; en el cumplimiento del acuerdo sobre las víctimas; y en todos los compromisos de seguridad para las comunidades y para las Farc en el punto del fin del conflicto.

En el segundo decreto conformaría una Misión Especial sobre Autonomía Territorial, Descentralización y Nuevo Sistema de Relaciones Intergubernamentales para la Construcción de la Paz con el fin de hacer una reforma del asunto a corto plazo.

Si yo fuera Timochenko les ordenaría a todos los comandantes que están viniendo desde La Habana a Colombia a preparar las condiciones para la firma del acuerdo final que, en concertación con el gobierno, le dediquen dos horas a conversar con esos alcaldes y esos gobernadores. También, el día de la ceremonia, invitaría a los principales jefes de los bloques de las Farc a que estampen su firma al lado de los mandatarios locales.

Como no tengo en mis manos las riendas de la negociación y me limito a opinar, quiero llamar la atención sobre la crucial importancia que tiene comprometer a las regiones en el proceso de paz. Quiero enhebrar una crítica a la palabrería de la participación y a la escasez de hechos y decisiones para vincular a los mandatarios y a las comunidades de las zonas de conflicto en la construcción de la paz. Una crítica a los pretextos que se utilizan para escamotear esa participación.

Una de las fallas de los anteriores procesos de paz, o para decirlo de una manera más contundente: una de las causas de la continuidad e intensificación del conflicto, después de varios acuerdos de paz en Colombia, ha sido la falta de una estrategia de posconflicto para las zonas donde ha prosperado la violencia.

En los acuerdos con las guerrillas en los años noventa, y en los realizados a principios de este siglo con los paramilitares, había muy pocas palabras sobre los territorios y sobre el papel de los gobernadores y los alcaldes y, desde luego, hubo muy pocas realizaciones. Solo en la visión de Virgilio Barco sobre la paz se tejió un Plan Nacional de Rehabilitación con algunos resultados.

Esta vez en los acuerdos de La Habana se menciona en casi todos los párrafos “el enfoque territorial”, todo lo escrito se refiere a las regiones, todo es todo, incluso las penas que habrán de pagar los involucrados en el conflicto acusados de violaciones al derecho internacional humanitario se plantean en clave de reparación para los territorios y las comunidades. Pero en los eventos más importantes del proceso han brillado por su ausencia los gobernantes locales y en las instituciones y organizaciones creadas hasta el momento no aparece la representación regional.

En las elites bogotanas afloran tres argumentos para negarles el protagonismo, el poder y la gestión de los recursos a los políticos locales: la corrupción, la politiquería y la incapacidad administrativa. Como si en el Estado central no hubiese corrupción, politiquería y también, en tantas instancias, un grave despelote administrativo.

Por supuesto, a los recursos del posconflicto hay que ponerles la lupa. Es necesario exigir transparencia e idoneidad, hay que crear organismos de vigilancia, es preciso escoger las organizaciones locales más capaces para la ejecución de los proyectos; pero el posconflicto, para que sea de verdad territorial, para que aporte a la superación definitiva de la violencia política, hay que hacerlo con lo que da la tierrita, con los políticos que han ganado las elecciones en esos territorios y van a estar al frente de la población en los próximos tres años.

Espero con ilusión que esta vez los gobernadores y los alcaldes se hagan oír del gobierno de Bogotá.

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