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La división de la Iglesia Católica

Los jerarcas afines al uribismo no solo cuestionan la paz acordada, critican también la actitud comprensiva de Francisco.

León Valencia, León Valencia
5 de agosto de 2017

Me dijo monseñor Fidel Cadavid, obispo de la Diócesis de Sonsón-Rionegro: “Es una tristeza, la división del país va a afectar la visita del papa Francisco”. Estaba en el Congreso Diocesano de Reconciliación en La Ceja, Antioquia, convocado por la Pastoral Social, que reunió a más de 300 personas entre sacerdotes, monjas y laicos de la región, en el último fin de semana del mes de julio.

También otros asistentes me expresaron su gran preocupación por las controversias en que estaba metida la Iglesia. En esos días había sido declarado en excomunión José Galat, uno de los portavoces del conservatismo, por los graves ataques contra el papa Francisco. En la región se habían expresado posiciones encontradas en el seno de la Iglesia al valorar las negociaciones de La Habana y al acudir al plebiscito del 2 de octubre de 2016.
Esas mismas inquietudes las he oído entre comunidades religiosas o espacios sociales influidos por la Iglesia católica en muchos lugares del país en los últimos años. Hay una innegable fractura en la Iglesia. La división es más profunda que la generada en los años sesenta por la decisión del padre Camilo Torres de vincularse a la guerrilla y por la irrupción de la teología de la liberación en América Latina.

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Los signos son, desde luego, muy distintos. En los años sesenta y setenta del siglo pasado la ilusión de una revolución armada sacudió al continente, el ejemplo de Cuba cundió y la mayoría de las organizaciones sociales y políticas de izquierda se asociaron a la perspectiva de una solución violenta de los conflictos. Una parte minoritaria, pero influyente, de la Iglesia católica se comprometió con el desafío rebelde.

Las elites se embarcaron en dictaduras militares para responder a la amenaza, y el baño de sangre no se hizo esperar. La jerarquía católica, con pocas excepciones, fue solidaria con esta respuesta dolorosa a los anhelos de cambio. En Colombia, el cardenal Alfonso López Trujillo encarnó la persecución, el destierro y el silencio para los disidentes. Camilo fue el emblema de la entrega y el sacrificio de la minoría contestataria.

La derrota fue inapelable. La única aventura armada que prosperó fue la de los sandinistas en Nicaragua. La izquierda y la Iglesia rebelde retornaron luego al cauce democrático y sin abandonar sus apuestas sociales insistieron una y otra vez en las reformas institucionales.

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En Colombia ocurrió algo muy distinto. No hubo ni dictaduras militares ni derrota definitiva de la insurgencia. Una sucesión de gobiernos civiles ensayó a la vez una presión militar sobre las guerrillas y unas ofertas insuficientes de negociación. Entre tanto se producía un holocausto silencioso que dejó el horror de más de 8 millones de víctimas según los registros oficiales. La jerarquía católica acompañó este discurrir de la política con más sumisión que lustre. Los católicos rebeldes se redujeron a pequeños guetos civiles y a unos pocos cruzados que engrosaron las filas guerrilleras.

En 2012, el presidente Santos y las Farc rompieron la rutina de la guerra y decidieron iniciar unas negociaciones de paz con el expreso compromiso de que irían hasta el final del conflicto armado. Se produjo lo impensable: las elites políticas se dividieron alrededor de la paz y con ellas la Iglesia católica.
No obstante, la correlación de fuerzas en el seno eclesial ya no es tan clara y contundente como en los años sesenta del siglo pasado. Se sabe que una mayoría precaria de los obispos acompaña al uribismo en su oposición al acuerdo de paz, y desde esa posición obligaron al conjunto del episcopado a declarar su neutralidad en el plebiscito; pero las voces en favor de la reconciliación están creciendo en la Iglesia como lo vi con claridad en el evento de La Ceja.

Los jerarcas católicos afines al uribismo no solo cuestionan la paz acordada con las Farc, critican también la actitud comprensiva del papa Francisco con las minorías sexuales y con los divorciados, la vindicación de una Iglesia misional más cercana a los desvalidos y humillados. Se asociaron con los evangélicos adversos al proceso de paz y, muchos de ellos, desde los púlpitos, llamaron abiertamente a votar No en el plebiscito.

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Francisco no es ingenuo, debe saber que llega a un país dividido, a una Iglesia divida, a un mar proceloso. Tendrá que tomar atenta nota de las declaraciones reiteradas de personas como José Galat. Por la boca de ese anciano arcaico y loco hablan altos dirigentes religiosos y políticos que no se atreven a ir de frente contra la autoridad papal, que eluden el debate, porque temen que el arraigado catolicismo que anida en las clases populares del país se espante ante el desafío que le están plantando al jefe indiscutido de la Iglesia.

Y al final de esta columna no puedo evitar una alusión al ELN, organización que abrigó a Camilo Torres a y una legión de sacerdotes y monjas que dieron la vida en las épocas de la rebelión y que hoy anhelarían que esta guerrilla reforzara la corriente católica que se la juega por la paz. Dar el paso al cese al fuego y a las hostilidades en medio de la visita de Francisco sería un ramo de flores para un pontífice que necesita argumentos para insistir en la unidad y la transformación de la Iglesia colombiana.

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