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Un libro que dispara historias con mucho humor

Cada texto que compone el libro aspira, sin temor a equivocación, a ese nivel de eficacia artística, a ese concepto exigente y moderno de una escritura que apunta sus vectores a la universalidad de lo particular.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
13 de enero de 2014

El mejor libro de cuentos que llegó a mi mesa de trabajo en el 2013 no lo publicó Alfaguara ni Planeta ni ninguna de estas editoriales dentro del ranking que edita a los grandes maestros de las letras universales. No. Lo publicó la Universidad Industrial de Santander en una colección titulada ‘Temas y autores regionales’. 

Fue escrito por un joven que acaba de cumplir 26 años, que ha ganado un montón de concursos de cuento –nacionales e internacionales- y que nadie, con excepción de sus amigos, conoce. Su nombre: Jesús Antonio Álvarez Flórez y su obra lleva por título un verso de Rolando Laserie: “Vieja calle de mi barrio”.

El libro está compuesto por 12 breves historias que nos hacen recordar sin duda a otros grandes maestros de las letras universales como al Tolstói de ‘La muerte de Iván Ilich’ o al Hesse de ‘El último verano de Klingsor’, pero con la pequeña diferencia de que los relatos de Álvarez Flórez están cargados de ese humor fino y trágico que caracteriza hasta el más humilde de los colombianos.

Lo primero que el lector advierte es la sencillez del lenguaje, la manera sobre la materia como diría Truman Capote. No creo que queden dudas de que quien escribió este libro es un conocedor del oficio de narrar. Los relatos, aunque profundamente urbanos, no nos muestran la panorámica de la ciudad sino fragmentos de esta. La razón: el autor reconstruye la urbe desde los cimientos del barrio mismo. Lo segundo que se advierte es la brevedad inmaculada de las historias, un sello característico de los clásicos del siglo XX como Kafka, Woolf, Hemingway  y Salinger. Cada texto que compone el libro aspira, sin temor a equivocación, a ese nivel de eficacia artística, a ese concepto exigente y moderno –como diría Rama— de una escritura que apunta sus vectores a la universalidad de lo particular. 

Como ocurre con todo escritor dotado de una gran imaginación y marcado por esas lecturas de la vida que algunos llaman experiencia, Álvarez Flórez nos deja ver esas pequeñas tragedias de la cotidianidad que, en un país como el nuestro, se repiten como una noria. Tanto que si leyéramos un periódico de hace tres años, pensaríamos sin dudar que lo leído sucedió ayer. Esas son las ironías que alimentan  este libro.
 
Para la muestra, les dejo el siguiente relato que lleva por título ‘Bendición papal’:
“El padre Horacio anunció que el Papa Juan Pablo II estaría aquí en tres semanas. Su Santidad quería aprovechar su visita a Bucaramanga para conocer el barrio más pobre de la ciudad y celebrar en él una eucaristía. Por eso pidió que quitáramos los zapatos y las cometas que permanecían enredados a los cables de la luz, y que remplazáramos por sillas nuevas las cajas de cerveza Águila que servían de asiento en la iglesia.

Todos nos alegramos con la noticia, hasta que los vecinos del otro barrio dijeron que ellos eran más pobres que nosotros y protestaron airados ante la curia.  

Nuestro líder comunal organizó entonces una comisión para demostrar lo contrario. Como primera medida, pidió que no comiéramos nada hasta la llegada del Santo Padre, y sugirió que nadie se bañara hasta que ganáramos el derecho a su visita. Los otros, por su parte, renunciaron a sus trabajos y tiraron sus muebles y su ropa al camión de la basura, con la esperanza de ser los elegidos. Nuestro líder comunal, ante tales medidas, pidió que durmiéramos en la calle y golpeáramos a los niños para que lloraran y nos dieran limosna; pero ellos, aprovechando un brote de sarampión, decidieron contagiarse mutuamente y salir a la calle con su enfermedad a la vista. Desesperados, optamos por vestir a nuestras esposas como indigentes; pero ellos derribaron sus casas y levantaron sobre los escombros cambuches con bolsas plásticas, tejas de zinc y troncos raquíticos. 

No sabíamos qué hacer. Fue entonces cuando alguien regó el chisme de que el Papa había nacido en Polonia, y que si queríamos ser visitados por él debíamos bautizar nuestro barrio con ese nombre, pues hasta la fecha no éramos más que un montón de desplazados asentados a las malas en una ladera. Y eso hicimos. Sobre un cartón, y con un dedo untado de vinilo, escribimos con buena letra: «Vienvenidos a Polonia». Orgullosos, colgamos el letrero sobre un poste y nos sentamos a esperar que el Papa pasara y nos diera su bendición. 

Pero el Sumo Pontífice nunca vino, pues un día antes de su visita llovió durante horas y la montaña se nos vino encima. Nuestros hijos murieron aplastados bajo toneladas de rocas y de lodo. Las autoridades cerraron la vía; y el Papa, que solo tenía unos pocos minutos para visitarnos, echó su bendición sobre esta tierra y la declaró Campo Santo.

Los del otro barrio, aún enfermos de sarampión, se rieron de nuestra infinita desgracia y decidieron volverse evangélicos”.

En Twitter: @joarza
*Docente universitario.

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