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Literatura, drogas y despenalización

Leemos un libro y nuestra concepción del mundo crece de manera sustancial; consumimos drogas y revaluamos hasta nuestros más férreos prejuicios. El problema es que ambas cosas, para bien o para mal, también pueden resultar adictivas.

Semana
4 de febrero de 2012

Philip Roth dice que la literatura no es un concurso de belleza moral. Y dice bien. Tanto como las drogas, la literatura puede resultar nociva. El consumo de drogas suele idiotizarnos durante varias horas; con la lectura de un libro la duración del mismo efecto llega a ser mayor. Pero tanto como la literatura, las drogas también pueden devenir estimulantes.
 
Leemos un libro y nuestra concepción del mundo crece de manera sustancial; consumimos drogas y revaluamos hasta nuestros más férreos prejuicios. El problema es que ambas cosas, para bien o para mal, también pueden resultar adictivas.
 
Todo depende del lector. Todo depende del consumidor. En varias ocasiones podemos probar la marihuana –probar, digo, porque aun reincidiendo en el intento, no por ello llegamos a ser consumidores–, pero bien podría ser que no lográsemos interactuar bajo el efecto de esa droga con la lucidez en que lo hacen tantos estudiantes y profesionales; que nos quedásemos absortos –sonriendo estúpidamente ante cualquier comentario cinco minutos después de haberlo escuchado–, y que nos llegase a parecer, en consecuencia, una tontería que no nos interese volver a experimentar.
 
Sólo que las drogas son un menú abierto y para todos los gustos. Abierto, claro, por debajo de cuerda –como en su momento se leyó a los filósofos de la sospecha en los círculos de la academia cientificista–. Un menú que también trae platos fuertes. Trae el perico, por ejemplo (que no “perica”, que las drogas no entienden de feminismo). Trae la adicción; retirando a tan valiosas amistades.
 
Es que así arribamos al mundo y a diversos contextos ineludibles, como la universidad. Así leímos, cual presos, gran parte de la auto-justificante y lamentable literatura colombiana. Que nos encantó. Que, en su día, nos secuestró del mismo modo en que, según Abbas Kiarostami, algunos directores de cine lo hacen con sus espectadores: aquellos que nos toman como rehenes por corto tiempo, que nos dejan perplejos, y que después nos hacen sentir engañados. Ésos, esos mismos huesos.
 
Con todo, del mismo modo en que resultaría demencial volver a pregonar la quema de libros –de El capital o de Mi lucha, entre otros, que tantas muertes han causado–, no deja de ser un despropósito continuar con la prohibición. Siendo la autonomía de la libre voluntad lo que está en juego, el control del exceso debe quedar sujeto a políticas de prevención y rehabilitación; nunca de prohibición: de mayor atracción hacia el consumo.
 
Son tantas las razones de peso a favor de la despenalización, que mencionarlas es llover sobre mojado. Persisten, claro, las razones en contra, que enfatizan en el cuidado de la salud pública. Pero ese autoengaño no se sostendrá por mucho tiempo. Bien sabemos hoy que la cura resultó peor que la enfermedad. Que la guerra contra las drogas ya no responde a un problema de salud pública; que es más bien un conflicto de intereses en el que siempre llevaremos la peor parte: nuestros muertos.
 
De ahí que si bien resulte interesante explorar la relación entre drogas y literatura, no lo haya pretendido aquí de muy buena gana. Porque el problema de la despenalización no es una cuestión de divertimento intelectual. Porque lejos de ameritar declaraciones tibias de parte del presidente –en certámenes literarios o dondequiera que haga lobby–, lejos de estar dispuesto a despenalizar –siempre que los demás también lo hagan–, necesitamos que formule propuestas concretas. Propuestas económicas y políticas que, proviniendo de un país productor de droga procesada en sangre, resulten realmente atractivas a las potencias consumidoras.
 
Sospecho que el presidente también guardó la llave de la despenalización en su bolsillo. En ese mismo que, bien sabía él, estaba completamente roto.

Twitter: @Julian_Cubillos
 
*M.A. Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Profesor de Humanidades (Ciencia Política e Historia del Arte)  de las Universidades del Rosario y Jorge Tadeo Lozano.

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