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Lo barato sale caro

Esa guerra la han declarado 14 presidentes consecutivos. Y no la ha ganado ninguno, 49582

Antonio Caballero
26 de febrero de 2002

Lo es lo mismo declarar la guerra que ganarla. Y no es lo mismo ganar la guerra que lograr la paz.

Nuestra memoria colectiva es tan corta que sólo recordamos los tres años de frustraciones del 'proceso de paz' de Andrés Pastrana, y vemos su fracaso. Pero se nos han olvidado ya los 47 años de proceso de guerra que hubo antes, y su fracaso.

Porque Pastrana no es el primer presidente de Colombia que le declara la guerra abierta a la subversión: lo han hecho todos sus predecesores, sin excepción, desde Guillermo León Valencia. O aun desde antes: la razón última de la violencia oficial desatada por el gobierno de Mariano Ospina en 1947 la explicaba entonces Laureano Gómez con su “teoría del basilisco”, según la cual el liberalismo era el inmenso cuerpo de un monstruo dirigido por una cabeza diminuta pero perversa, que era el comunismo internacional. Teoría que encajaba —¿sorpresa?— con la 'doctrina Truman' norteamericana del containment que dio la señal de partida para la Guerra Fría: la contención por la fuerza de la expansión comunista en todo el mundo. Así que nuestra guerra local contra la subversión la han declarado 13 presidentes consecutivos, 14 con Andrés Pastrana, 18 si contamos a los cuatrillizos de la Junta Militar. Y no la ha ganado ninguno. Por el contrario: la subversión ha crecido en la guerra, y en gran parte gracias a la guerra.

Ahora está de moda entre los políticos, locales o imperiales, achacarle la existencia de la subversión al negocio del narcotráfico, que la alimenta. Y es verdad que la alimenta —como alimenta también, entre otras 100 cosas, a la contrasubversión de las autodefensas paramilitares—. Pero no es su causa, ni está en su origen. ¿O es que alguien cree de verdad que 'Tirofijo' y sus campesinos de Marquetalia alzados en armas contra la persecución de los 'pájaros' del gobierno eran prósperos narcotraficantes cuando el Ejército llegó allá a bombardearles sus marranos y sus gallinas con napalm? Eran entonces 50 hombres, refugiados en un pedacito de selva. Hoy son 100 frentes repartidos por todo el país. Más las milicias urbanas. Más las otras guerrillas. No se han multiplicado gracias al narcotráfico, sino gracias a la guerra.

Es de suponer que también esta vez, como las otras, la receta de combatir la subversión con represión militar tenga el mismo efecto que ha tenido en este medio siglo: el fortalecimiento de la subversión, abonado por el recrudecimiento de la violencia. Y comparto el lúgubre pronóstico del candidato presidencial Lucho Garzón: el gobierno y la guerrilla tendrán que volverse a ver las caras después de otro millón de muertos.

Pues la receta tiene el defecto de que es equivocada en dos aspectos: por insuficiente, y por contraproducente.

Insuficiente: en 50 años, mediante el uso casi ininterrumpido de la fuerza, tanto legal como extralegal, el Ejército colombiano ha sido incapaz de derrotar a la subversión. Ahora nos dicen que está mejor armado y mejor preparado: como nos lo han dicho 20 veces. Y esta vez tampoco es verosímil: hace un mes, cuando el primer amago de ofensiva contra la zona de despeje, ese Ejército tan preparado fue incapaz de impedir que le volaran el estratégico puente sobre el río Ariari, que era la puerta de entrada de sus tropas al Caguán. El candidato presidencial Alvaro Uribe propone duplicar el pie de fuerza. Pero para que sirviera de algo habría al menos que quintuplicarlo. Con los costos consiguientes, no sólo en dinero sino en democracia. Para tener un ejército eficaz contra la subversión habría que renunciar a toda inversión pública distinta del presupuesto militar, abandonar toda pretensión de respeto a los derechos humanos, y olvidarse hasta de la ficción de un gobierno civil. Donde manda general no manda presidente.

Y la receta ha sido contraproducente. En estos 50 años, cada vez que el Ejército ha tenido recursos y rienda suelta, el resultado de sus ofensivas contraguerrilleras ha sido el fortalecimiento de la guerrilla. Porque la persecución del Estado, de su brazo armado y de sus aliados 'oscuros', ha arrojado a más y más gente —desplazados, huérfanos, sobrevivientes del exterminio de la izquierda legal y del sindicalismo— en brazos de la subversión. Es por eso que las Farc no le tienen miedo a la guerra total: saben que a ellas les conviene.

Por otra parte, como decía al principio, la victoria en la guerra no equivale a la paz.

Porque lo que sucede aquí es que si la receta es equivocada es porque el diagnóstico es equivocado. El Establecimiento colombiano, representado por los gobiernos y los gremios, y azuzado por los Estados Unidos, cree que la subversión es la enfermedad, cuando es apenas el síntoma de la infección. Y combate el síntoma —o dialoga con el síntoma: otra forma equivocada de la misma receta—, en vez de ocuparse de combatir la infección que mina el organismo. Trata la fiebre, en vez de intentar curar el cáncer.

Va a fracasar Pastrana en su ofensiva, como fracasó Valencia en su bombardeo de Marquetalia que mató unos marranos y fracasó Gaviria en su bombardeo de la Uribe que mató sólo una vaca. Y ese nuevo fracaso nos va a costar a todos muchos muertos inútiles. Pero las cosas sólo cambiarán cuando el Establecimiento se dé cuenta por fin de que su diagnóstico de la enfermedad es erróneo. Y de que en consecuencia su receta en apariencia barata no sólo es inútil sino además carísima. En tanto que la receta en apariencia cara que lleva proponiendo desde hace 50 años la izquierda exterminada, y la propia guerrilla que se ha fortalecido gracias a ese exterminio, sale menos costosa, porque a lo mejor funciona. Esa receta es la justicia social.

Cuando compran zapatos o corbatas, los ricos de Colombia parten del principio rector de que “lo barato sale caro”. Deberían aplicarle el mismo esquema al tema de la paz. La guerra cuesta más. Y no funciona.

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