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Lo barato sale caro

No se me ocurre qué industria podrá soportar la competencia en igualdad de condiciones con las norteamericanas

Antonio Caballero
18 de agosto de 2003

Por dos horas de reloj (el tiempo del besamanos) honró a Colombia con su visita el señor Robert Zoellick, representante comercial de los Estados Unidos: un título engañosamente modesto para un funcionario que, como un arcángel exterminador, tiene la potestad de aniquilar países enteros. A eso vino aquí: a anunciar el inicio de las negociaciones para desbaratar a Colombia más de lo que ya lo está. O, dicho de otro modo, a anunciar el inicio de las negociaciones para el establecimiento de un acuerdo bilateral de libre comercio entre Colombia y los Estados Unidos.

Desbaratar a Colombia. Me dirán, como siempre, que exagero. Pero en el tema de las relaciones entre el Imperio y sus colonias las exageraciones siempre se quedan cortas.

Dijo el señor Zoellick, al finalizar el besamanos:

-Hay que reconocer la importancia del desarrollo rural y la lucha antiterrorista, y ver cómo esto se puede volver una empresa para disminuir los precios de los alimentos en Colombia.

Contradictoria frase. Porque alimentos baratos significa ahí, claro está, alimentos importados de los Estados Unidos, donde la agricultura y la ganadería gozan de descomunales subvenciones del gobierno: nada menos que cincuenta y dos mil millones de dólares al año. E importación de alimentos artificialmente baratos significa mayor ruina del campo colombiano, incapaz de competir en esas condiciones. Y mayor ruina del campo significa a su vez agravamiento de la situación de orden público. Porque la guerra colombiana nace en el campo, y se alimenta en hombres (guerrilleros y paramilitares) del desempleo en el campo.

Lo barato sale caro.

Es natural que al señor Zoellick le traiga sin cuidado que el acuerdo que propone tenga consecuencias nefastas para el campo colombiano, y para la paz en Colombia. Es natural, porque su oficio consiste en defender los intereses de su país, no los de los demás. Pero los negociadores colombianos deberían pensarlo muy bien antes de aceptar su oferta, o ceder ante su imposición. Porque lo que Colombia necesita no son alimentos baratos, sino un campo próspero y que dé trabajo a su gente (casi un tercio de la población, según el Dane), para que esa gente no tenga que ir a buscar empleo armado con la guerrilla o con los paras. O, por supuesto, empleo ilícito con los narcocultivos: el mayor rubro del intercambio comercial entre Colombia y los Estados Unidos, que sin embargo, paradójicamente -hipócritamente- está por fuera del acuerdo bilateral que propone o impone el señor Zoellick.

Porque el campo es un tema político, no meramente económico (aunque, claro, la economía es política). Y lo que hay que hacer es cuidarlo y protegerlo, subvencionándolo si es necesario, como hacen todos los países ricos (Estados Unidos, la Unión Europea, el Japón), que por eso mismo -entre otras cosas- se han hecho ricos. Han entendido, ellos sí, que la salud del campo es una necesidad estratégica de seguridad nacional y de soberanía: un país incapaz de alimentarse a sí mismo es un país de rodillas. Hace ya más de una década que Colombia, por darle la espalda al campo, pasó de ser exportadora a ser importadora de alimentos, y no hay duda de que ahí está una de las raíces principales de nuestra creciente miseria y nuestra creciente violencia. Un tratado de comercio que termine de arruinar al campo tendrá consecuencias verdaderamente catastróficas en eso que el señor Zoellick llama "lucha antiterrorista".

Pero si el campo va a ser la primera víctima del señor Zoellick no va a ser la única: no se me ocurre qué industria colombiana podrá soportar la competencia en igualdad de condiciones -es decir, sin protección- con sus equivalentes norteamericanas. Porque lo de "igualdad de condiciones" es, naturalmente, una falacia, dadas las abismales diferencias de infraestructura que existen entre los dos países. Ni siquiera resignándose a mantener para siempre salarios de miseria -y el necesario ejército de reserva de desempleados- podría la industria colombiana mantener una ventaja comparativa. Es porque saben eso perfectamente que los países ricos, a la vez que les imponen a los pobres el desmantelamiento de sus medidas arancelarias y proteccionistas, mantienen un pujante proteccionismo para ellos mismos.

¿Para qué seguir? Desde los tiempos remotos de los fabulistas griegos se ha sabido de sobra que no se pueden establecer acuerdos bilaterales entre el león y el cordero. Porque el cordero termina siempre en la barriga del león.

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