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22 de octubre de 2001

El atentado terrorista del pasado 11 de septiembre quebró la inmunidad de los símbolos centrales del poder económico-militar estadounidense y puso fin a casi 200 años de segura insularidad al demoler el principio norteamericano: "A nosotros no nos ataca nadie, nosotros somos quienes atacamos".

Cuando escribo este artículo los acontecimientos vienen desarrollándose con gran dinámica, en escenarios múltiples y con desenlaces difíciles de prever. Bush ha ordenado el inicio de la operación militar "Justicia Infinita"; los talibán invitan a Bin Laden a que abandone voluntariamente Afganistán y los cancilleres de los países miembros de la OEA se aprestan para reunirse en Washington en el marco del Tiar (Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca).

Frente a todo ello lo primero que se impone es condenar enérgicamente este sangriento ataque y solidarizarse con las víctimas y sus familias. Lo segundo, examinar lo sucedido y evaluar sus consecuencias para América Latina. De las múltiples reflexiones que surgen del tema me gustaría destacar tres en particular.

La Primera. Como bien ha dicho Eric Hobsbawn, no se trata de la primera guerra del siglo XXI sino más bien de un acto terrorista que por su magnitud y características inéditas podría dar paso, de no ser manejado adecuadamente, a una etapa de inestabilidad similar a la que convulsionó Europa con la serie de atentados contra los reyes a fines del siglo XIX. De ahí la importancia de la calidad del liderazgo para actuar con cautela, evitando respuestas temperamentales que puedan provocar inestabilidad en una región de por sí complicada.

La segunda. Vivimos en un mundo altamente impredecible y violento, caracterizado por una nueva tipología de conflicto: entre Estados y organizaciones no estatales, en el que el enemigo es difuso, fragmentado y letal, en el que no hay obligación de producir la derrota del enemigo en un plazo definido, ni atenerse a regla humanitaria básica alguna, y en la que el campo de batalla es todo el planeta.

Así, el concepto clásico de guerra que exigía al menos dos contendores quedó obsoleto. Si desde la última década ya veníamos presenciado un cambio de la tipología del conflicto, pasando del interestatal al intraestatal, hoy presenciamos una nueva mutación que lo vuelve difícil no sólo de comprender sino también de combatir.

Por ello la guerra efectiva contra el terrorismo internacional requiere un enfoque novedoso que combine el uso de medidas diplomáticas, de inteligencia y militares. Demanda, asimismo, entender las causas que alimentan los odios profundos y el hecho de que muchas veces estos grupos, como lo es el de Bin Laden, han sido armados y financiados por los mismos norteamericanos.

La tercera. Existen grandes riesgos de que en el nuevo orden mundial que está surgiendo a marcha forzada pueda haber avasallamientos "peligrosos" de las libertades individuales y de la soberanía de los Estados. La administración Bush, desde los primeros meses de su gestión, vino dando signos inequívocos de su dificultad para funcionar dentro de esquemas multilaterales. Paradójicamente, en un mundo en crecimiento globalizado y que apuesta a la creación de un sistema normativo para regular las relaciones internacionales, Estados Unidos se opuso obstinadamente a ser parte de las obligaciones jurídicas de los nuevos tratados internacionales (Corte Penal Internacional, Tratado de Kioto, minas antipersonales, armas pequeñas, etc.) En 10 años se pasó así de la apuesta a un orden multilateral regido por normas a una cada vez mayor insinuación de que la hegemonía se ejercería en los hechos, por la magnitud militar y económica de Estados Unidos; tendencia que hoy corre el riesgo de radicalizarse aún más si no se actúa con prudencia.

Estados Unidos está frente a un gran dilema. Si no responde al atentado vería debilitado su liderazgo y, seguramente, invitaría a nuevos ataques. Por el contrario, si reacciona de manera excesiva se estaría colocando en el mismo nivel de bajeza que los terroristas. Cómo encontrar este balance y mantener al mismo tiempo el apoyo internacional a sus medidas, el cual podría resquebrajarse si su operación militar es percibida como una feroz e indiscriminada venganza, es el gran reto que debe sortear Washington.

Y en esta coyuntura América Latina tiene una responsabilidad histórica que cumplir. Muchos de nuestros países han sido y siguen siendo víctimas del terrorismo, tanto interno como internacional. Precisamente por ello, como región, debe definir claramente su posición. Está obligada, si no quiere verse arrastrada una vez más por los hechos, a jugar un papel activo y propositivo en la búsqueda de una nueva estrategia de lucha contra el terrorismo, de naturaleza integral y de carácter multilateral, que vaya mucho más allá de la simple respuesta militar.

De ahí que el apoyo total e incondicional de la región al pueblo norteamericano no debe ser interpretado como un cheque en blanco en favor de la administración Bush. América Latina debe dialogar de manera franca, respetuosa y madura con el gobierno norteamericano para patentizar su solidaridad plena pero, al mismo tiempo, para hacer valer su posición y sus propios puntos de vista. Europa ya ha iniciado este camino de doble vía: amplia solidaridad moral y política, pero prudencia frente a las medidas de fuerza.

Porque seamos claros. Lo que está verdaderamente en juego no son los intereses de la potencia hegemónica sino la defensa de la democracia, de la libertad y de los derechos humanos ante los ataques del terrorismo global. Y frente a este colosal desafío los latinoamericanos debemos ser actores y no meros espectadores. Ojalá sepamos estar a la altura de nuestras responsabilidades.

* Director ejecutivo de IDEA para Latinoamérica.

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