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Lo humanitario y lo político

Reconocer a las Farc como agente político le impondría obligaciones políticas. La primera sería no comportarse como una simple pandilla de bandidos

Antonio Caballero
30 de junio de 2007

El horrendo asesinato colectivo de los diputados secuestrados hace cinco años por las Farc y guardados desde entonces como rehenes en cautiverio vuelve a poner sobre la mesa el tema del llamado “intercambio humanitario”. Más allá del inane e infame peloteo mutuo de las responsabilidades entre las Farc y el gobierno, lo que importa es ver que en este episodio todos salen perdiendo. Da vergüenza tener que recordar que quienes pierden en primer lugar son los secuestrados asesinados, que dos veces han perdido sus vidas: por secuestrados primero, y por asesinados después. Y pierden también, en ese pulso político, las dos partes enfrentadas (si es que en el frenesí reinante es posible llamar “partes” a las dos sin que eso sea interpretado como una toma de partido por una de ellas). Pierden las Farc porque fueron incapaces de conservar con vida a sus rehenes, que eran –con Íngrid Betancourt– su principal carta de negociación para el propuesto intercambio. Pierden el gobierno y sus Fuerzas Armadas porque fueron incapaces de rescatarlos y no habían podido ni siquiera encontrarlos. Esta es una guerra de ineptos.
Por eso (aunque no sólo por eso) ha durado medio siglo. Pues no es cierta ni mucho menos la teoría del presidente Uribe según la cual el país entero ha estado “militarmente despejado” durante cuarenta años, y que por eso han podido crecer y sostenerse las guerrillas. Ha estado en guerra –mejor: en guerras– sin cesar. Guerras en que los dos lados consiguen no ser derrotados, pero ninguno consigue derrotar al adversario. Y en mantener ese pulso de prestigio consumen los recursos morales y económicos de todo el país, y prolongan, multiplican y agravan sus sufrimientos.

Lo acaba de resumir un familiar de uno de los secuestrados muertos diciendo que “ni el Presidente ni las Farc tienen corazón”. Pero nadie tiene corazón, en las guerras. Por eso de lo que se trata es de imponer mecanismos que, por el interés político, sustituyan el corazón que las partes no tienen. Los mecanismos de la civilización, que pueden conseguir que la crueldad no sea rentable y beneficiosa para quien la ejerce, en la medida en que inspira temor. Creo que uno de esos mecanismos es en el momento actual, y desde hace ya años, el intercambio humanitario.

El presidente Uribe lo ha rechazado siempre con el argumento de que favorece a las Farc. No por humanitario: está dispuesto por su parte a hacer gestos humanitarios, con tal de que sean unilaterales: que no constituyan intercambio, pues considera que eso los convertiría en gestos políticos, de reconocimiento político del adversario. Y así es. Pero es justamente eso lo que lo hace valioso. El reconocimiento de las Farc como agente político, y no ya como la simple pandilla de bandidos a la que quiere reducir el Presidente, le impondría a la vez obligaciones políticas. Es un derecho que implica deberes. Y el primero de esos deberes es el de comportarse como una fuerza política legítima, y no como una simple pandilla de bandidos que se ilegitima a sí misma por sus métodos.

El deber de no recurrir al secuestro, y a la toma de rehenes, y al asesinato fuera de combate de los secuestrados y de los rehenes cuando no puede conservarlos, como acaba de suceder con los diputados del Valle.

Decía aquí hace una semana, y he dicho otras veinte veces, que la guerra que vivimos no es una causa, sino una consecuencia. Y que seguiremos hundidos en ella mientras el establecimiento en su conjunto, y no sólo tal o cual gobierno, se niegue a reconocer que existen causas que han generado esa consecuencia. Pero mientras llega el momento de ese reconocimiento (insinuado hace años por el presidente Belisario Betancur, pero nunca llevado a efecto) es posible, por lo menos, humanizar la guerra. Eso es exactamente lo que está intentando hacer con las guerrillas del ELN ese mismo gobierno de Álvaro Uribe que se niega a intentarlo frente a las de las Farc, acordando una tregua cuyo primer resultado sería, según han anunciado los negociadores, la liberación de los secuestrados en poder de ese grupo. “Ojalá se le diera esa felicidad al país de una vez”, comenta el Presidente. Una felicidad que no es sólo, claro está, para los secuestrados mismos; sino, como lo proclama el propio Uribe, para “el país”. Porque no es de índole humanitaria, sino política.

Valdría la pena que Uribe, que no escucha a nadie, se escuchara esta vez por lo menos a sí mismo.

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