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Los avances de la ciencia

El cambio climático, la desertificación, el descongelamiento de los polos, son sólo consecuencia del crecimiento de la raza humana

Antonio Caballero
8 de septiembre de 2007

Las noticias que lee uno en la prensa seria son cada día más espeluznantes. No me refiero a las de la politiquería nacional, departamental, municipal y veredal colombiana, con su carga de muertos; sino a las que tratan del destino de la vida en este planeta. Lee uno, por ejemplo, que la última ostra viva del mar del Norte, no de criadero industrial sino de aguas abiertas, fue pescada en 1970. Hace treinta y siete años fue capturada la última ostra que había nacido libre, y no en cautividad. Y se la comió alguien.

Y eso no es todo. Lee uno también que, en vista de que las gacelas del Serengeti se están extinguiendo a causa de la desaparición de los pastos por la sequía, van a empezar a criarlas por clonación (y transgénicamente injertadas con frambuesas monocotiledóneas) en las llanuras de Utah. Que todas las abejas se están muriendo por enjambres enteros en la zona templada del hemisferio Norte porque las ondas electromagnéticas de los teléfonos celulares les desconciertan el radar biológico y no encuentran el camino de vuelta a sus colmenas: caen exhaustas de fatiga en pleno vuelo y con ellas se acaba la polinización de las flores, y se acaban las flores, y se acaban las cosechas. Que ya no quedan tigres en Siberia, ni rinocerontes blancos en Birmania, ni ranas venenosas en las selvas del Darién, ni tiburones martillo en las aguas de los mares del Sur, ni ballenas azules en la Antártida. ¿Ballenas azules? Cómo van a quedar, si ya se acabó el plancton marino del que se alimentaban. Se acabaron las algas del océano, las medusas, los corales, los calamares gigantes, las esponjas, los arenques, las sardinas. Hace unos meses, a fines del invierno, la flota anchovera del Cantábrico echó anclas definitivamente porque se constató que se habían acabado las anchoas: sólo quedan las que ya estaban en latas de conserva. Se están acabando los pájaros, los caracoles de jardín, las mariposas. Todavía sobrevive un oso panda en el zoológico de Viena, y queda un cóndor en el escudo de Colombia, al lado del cuerno de la abundancia. Todo lo demás se acabó ya, o está acabándose, salvo las cucarachas. Y los seres humanos, claro.

Porque la raíz del problema es la multiplicación desaforada de nuestra especie. El resto -el cambio climático, la desertificación, el descongelamiento de los polos, la contaminación, el agotamiento del agua dulce- es sólo consecuencia del crecimiento de la raza humana. Como a la ostra aquella, nos lo hemos comido todo.

Pero de esa causa ha dejado de hablarse desde hace ya bastantes años. Se pintan los efectos con tintes apocalípticos: incluso se usa la palabra 'apocalipsis'. Pero hace ya decenios que nadie menciona la expresión 'explosión demográfica'. No la mencionan ni las derechas ni las izquierdas: las derechas porque temen parecer (ante sí mismas) faltas de fe en Dios, y las izquierdas porque (también ante sí mismas) temen parecer faltas de confianza en el progreso. Lo cual, en ambos casos, es de una frivolidad insensata. Pero la raza humana es insensata justamente por eso: por frivolidad.

Somos seis mil millones. Hace sesenta años, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, éramos la mitad. Para el 2050, según los cálculos de la ONU, seremos más de nueve mil millones. Y digo seremos porque para entonces yo tendré apenas 105 años, y gracias a los avances de la ciencia estaré divinamente, rodeado del amor de mis bisnietos y mis tataranietos.

O de su odio. Vaya uno a saber.

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