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“Los cachacos de la costa”

Sobre Cartagena de Indias, la ciudad que, en pleno siglo XXI, sigue anclada a los postulados de la Colonia.

Semana.Com
20 de mayo de 2013

En una charla con el crítico literario Jacque Girard, García Márquez afirmó que en 1950, trabajando para el diario El Universal de Cartagena, había escrito “La Hojarasca”, pero siempre lo negó “porque los cartageneros son cachacos”. La frase puede resultar hoy un lugar común, sin embargo dejó en claro la visión que el futuro Nobel tenía de una ciudad profundamente tradicional, y que, en pleno siglo XX, defendía una axiología que hundía sus raíces en la Colonia.

No olvidemos que la Heroica fue uno de los puertos más importantes que España posesionó en América a lo largo de tres centurias de colonialismo. La esclavitud tuvo en esta ciudad uno de los puntos más visibles del Nuevo Reino de Granada, pues era un mercado que proveía de mano de obra esclava a una gran parte del Caribe y, en el mismo sentido, a las regiones del interior del continente. Este hecho no se puede soslayar a la hora de explicar las razones del por qué Cartagena sigue siendo una urbe asentada, axiológicamente, en el siglo XVI y por qué la ciudad de don Pedro de Heredia es vista como una de las de mayor corrupción del país.

El desastre administrativo por el que atraviesa hoy no es nuevo. La corrupción es quizá el aspecto más importante que se pueda destacar de una ciudad que basó su economía en el contrabando de productos de todo tipo, en la mano de obra esclava y en el poder ejercido por una institución profundamente podrida como lo es la Iglesia Católica. No es de extrañar entonces que el Corralito de Piedra navegue, desde hace ya varias décadas, en la incertidumbre administrativa, en la crisis institucional, en la poca confianza que sus ciudadanos tienen en sus dirigentes y que el pico más alto de su economía sea el turismo. Las mafias políticas que han hecho de ella su fortín, y que se han enquistado como un cáncer en todas las  actividades de su economía, han venido desde entonces turnándose el poder, cambiando de rostros y nombres, pero manteniendo intacta la estructura criminal de los clanes.

Decir entonces que Cartagena de Indias es hoy una olla podrida, no es, para nada, una actitud apátrida, como posiblemente piensen aquellos que no aceptan que la Heroica, desde hace más de medio siglo, viene derrumbándose a pedacitos, como han venido haciéndolo las murallas que durante la Colonia la protegieron del fuego destructor de los cañones piratas y corsarios que pretendieron tomársela por asalto.

Cuando García Márquez calificó a los cartageneros de cachacos, no hacía referencia a la actitud emprendedora que ha caracterizado en gran medida a la gente que habita los Andes colombianos. No. Su analogía estaba más cerca de una creencia generalizada que los costeños tenemos, en especial, de los capitalinos: que son seres fríos, hipócritas e ingratos. Y que además tienen la mala costumbre mirar al resto del país por encima del hombro.

Es probable que esa afirmación del escritor costeño esté más cercana a sus conocimientos de los procesos de conquista que los grandes imperios ejercieron sobre los pequeños reinos de Europa, y cuyas defensas eran diezmadas en cuestión de horas por hordas de soldados hambrientos que no solo acababan con los legados culturales construidos a lo largo de varios siglos, sino que arrasaban con la vida de hombres, niños y ancianos y hacían de las mujeres un botín de guerra. No hay que olvidar tampoco que el gran Imperio Romano invadió Grecia en el siglo II de nuestra era, y poco después lo hizo con la Península Ibérica, donde dejó muy pocas piedras sobre piedras. La historia es diciente en este aspecto: el concepto de legalidad de los romanos dejaba mucho que desear, pues no era un pueblo apegado a las normas, y los generales que comandaban los ejércitos no solo eran seres despiadados en la batalla, sino que anteponían sus intereses personales a los intereses del imperio y hacían todo lo que estaba  a su alcance para apropiarse de los bienes que incautaban en ese ejercicio expansivo de tomarse por la fuerza los pueblos del mundo. La explicación resulta hoy sencilla: no sabían deslindar lo que pertenecía al imperio, lo que era de Dios y, por supuesto, lo que correspondía  al gobernante, ya que, en sus cabezas, todo era una misma cosa.

No olvidemos tampoco que Roma invadió igualmente a Britania, hoy Gran Bretaña, casi por el mismo espacio de tiempo que lo hizo con Hispania, la actual España. Pero la legalidad de los británicos en el manejo de la cosa pública nunca ha sido cuestionada, lo que no quiere decir que en algunos aspectos de la administración no haya habido apropiaciones ilícitas. No obstante, lo que en el Reino Unido se considera excepcional, en España, podríamos asegurar sin temor a equivocarnos, es casi una norma.

Quizá esto último pueda explicarnos por qué América Latina es la zona con los índices más altos de corrupción del planeta, superada solo por algunas naciones de África. Quizá pueda darnos las razones de su lentísimo desarrollo y por qué, a pesar de ser una región extensa y contradictoria  --somos ricos pero pobres a la vez--, varios países han alcanzado a dar pasos verdaderamente significativos en la búsqueda de un equilibrio entre sus instituciones y sus dirigentes. Si es cierto que para algunas onegés encargadas de investigar sobre el flagelo de la corrupción en el mundo, Latinoamérica es una especie de cueva de Alí Babá, también es cierto que algunos países de la región son sumamente cuidadosos en el manejo de los dineros públicos. Uruguay, al igual que Chile, según Transparencia Internacional, una organización sin ánimo de lucro encargada de investigar el manejo que los gobiernos del mundo hacen de los dineros recibidos, se constituyen en verdaderos ejemplos en las ejecuciones e inversiones de obras que beneficien a sus ciudadanos. Pero no pasa lo mismo con países como Venezuela, Bolivia y Colombia, donde los desfalcos a la administración son continuos y sostenidos. De la escala de clasificación de 1 a 10 que esta organización le otorga al manejo de la cosa pública, estas tres últimas naciones no alcanzan 2.5. Lo mismo se podría decir hoy de Argentina, cuya mandataria, después de dos periodos consecutivos en el poder, sin mencionar el de su esposo, Néstor Kirchner, su patrimonio familiar ha sufrido un incremento del 300%, razón por la cual ha habido denuncias, pero muy pocas investigaciones.

Para Transparencia Internacional hay dos maneras de robar, malversar o, simplemente, de apropiarse de los bienes comunes de una nación sin despertar sospechas en la opinión pública. La primera, según el periodista y escritor cubano Carlos Alberto Montaner, “consiste en utilizar los dineros de la nación [provincia, estado, ciudad o departamento] para comprar los favores del electorado, mantener contenta a la clientela o pagar favores políticos”. En este sentido “se cede a la presión de un grupo regional, de un sector particular, de un sindicato o de un gremio empresarial y se le otorga privilegios o dádivas”. Lo anterior se explica porque el político, en su búsqueda de llegar al poder, realiza alianzas –con Dios y el diablo—“y llega al gobierno hipotecado por los favores de campaña y acaba nombrando al frente de los distintos estamentos […] no a los más competentes, sino a los que le ayudaron a encumbrarse, acto que se reflejará en la dilapidación del presupuesto”.

Lo anterior quizá pueda darnos un poco de luz sobre el atraso en el que navega Cartagena de Indias, la ciudad turística por excelencia de la costa norte colombiana. Tal vez nos explique las razones del por qué la democratización de las alcaldías y gobernaciones del país, en vez de solucionar un problema neurálgico, ha llevado a profundizarlo hasta el extremo de  convertirlo en parte del paisaje cultural. La aparición en el ámbito político de Cartagena de Indias de un personaje siniestro como Nicolás Curi Vergara, quien ocupó la alcaldía de la ciudad en tres oportunidades (1990-1992, 1998-1999, 2005-2008), dejó en claro la sentencia de que todo pueblo se merece a sus gobernantes: fue tan profundo el desangre administrativo que aún hoy la hemorragia sigue siendo el pico más alto de su paso por el primer empleo del distrito. Pero, para ser honesto, no fue el último, sino el inicio de una larga historia que se replicó en el desgobierno de Gabriel García Romero (1992-1994), miembro de uno de los clanes más funestos que ha dirigido los destinos de la ciudad en los últimos veinte años, y cuya relación con los grupos paramilitares ha sido el punto cumbre de una horda de mafiosos que ha tenido que responder por sus acciones ante la ley, incluyendo la cabeza visible de la exsenadora Piedad Zuccardi, recientemente detenida por las mismas razones que llevaron a la cárcel a su cuñado, el temible “gordo” García.

Pero nada de lo anterior, para ser sincero, puede explicar ampliamente los alcances de la frase expresada por Gabriel García Márquez. Ni tampoco darnos claridad sobre esa segunda forma generalizada de corrupción que plantea Transparencia Internacional y que es puesta de manifiesto por el ciudadano común que considera que lo público no hay que cuidarlo porque es el conjunto de la sociedad, a través de los impuestos que cobran los gobiernos, quien lo paga. Y no puede explicarlo porque más allá de las reglas y creencias que rigen el comportamiento de un grupo de individuos, hay otros elementos, enquistados en lo más profundo de la memoria, que pueden resultar inamovibles, como inamovible es el instinto de los animales salvajes domesticados.

Así es Cartagena, una ciudad que, en pleno siglo XXI, sigue anclada a unos postulados hechos polvo por el proyecto de modernidad iniciado por los franceses a finales del siglo XVIII. Una ciudad que sigue defendiendo una herencia de abolengos que fue sepultada por el movimiento revolucionario de 1811. Ahora, quizá, podamos entender un poco el por qué Cartagena de Indias, el segundo espacio literario más importante en la novelística de García Márquez, sigue siendo una urbe de espaldas al progreso, donde los visos de esa diferencia entre negros y blancos se mantiene vivo como en los tiempos de la Colonia. Tal vez a esto se refería nuestro Premio Nobel.

*Profesor de comunicación y literatura de la Universidad Tecnológica de Bolívar. Ganador del Concurso Nacional de Cuento RCN-MEN 2012 en la categoría docente.

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