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Los independizadores

La historia muestra que por lo general los independentismos terminan siendo un engaño para los pueblos sobre los cuales se apoyan y en cuyo nombre se justifican

Antonio Caballero
30 de agosto de 2008

Hay más cosas en el mundo que las que caben en el pozo séptico de la vida política colombiana.

Hablemos del Sahara Occidental, en la costa atlántica de África.

El enviado personal del Secretario de la ONU para el conflicto que desde hace más de treinta años enfrenta a los independentistas saharahuis con Marruecos acaba de renunciar a su mediación, pues la considera inútil. Dice que la legalidad internacional está del lado del Frente Polisario, la guerrilla que lucha por la independencia de Marruecos, pero que el Consejo de Seguridad no le va a imponer esa legalidad al gobierno marroquí. Con lo cual, según él, el Sahara no será independiente, como pretenden los saharahuis, y ni siquiera autónomo, como están dispuestos a conceder los marroquíes. El realismo político se impone sobre el derecho.

Con lo cual vamos a Osetia del sur, en las montañas del Cáucaso, entre el Mar Negro y el Mar Caspio, cuya independencia formal de Georgia acaba de ser reconocida por Rusia al cabo de quince días de guerra.

Los países de la Unión Europea (UE) y los Estados Unidos se preocupan. Acusan a Rusia de comportarse de manera irresponsable e inaceptable, y no ajustada a la legalidad internacional. Rusia responde señalando que la UE se comportó hace seis meses exactamente de la misma manera cuando reconoció la independencia de Serbia del Kosovo albanés. Osetia y Kosovo son, pues, otros dos casos en los que el realismo político se impone sobre el derecho.

Pero lo que pasa es que, si Kosovo justifica a Osetia, ¿por qué no va Osetia a justificar la independencia (de Rusia) que reclama Chechenia, y que en los últimos veinte años ha costado dos guerras tremendas? Al reconocer a Kosovo, en febrero pasado, la UE destapó la jarra de Pandora de todos los separatismos independentistas que hay en el mundo, y que se cuentan por docenas. En todos los continentes. En Oceanía, donde hay archipiélagos que se quieren independizar de Francia o de Australia; en África, donde las guerras independentistas (sin contar las de la descolonización de hace treinta o cincuenta años, de las cuales la del Sahara es un remanente tardío) han sido especialmente cruentas; en Asia, de cuyos conflictos hacen parte, como el de Osetia muchos de los que estallan en el antiguo rompecabezas del imperio ruso; en América, desde Québec en el Canadá hasta las cinco provincias rebeldes de Bolivia, y, naturalmente, en la propia Europa que metió la pata en Kosovo. Hay separatismos violentos, como el vasco en España o el de Irlanda del Norte en el Reino Unido, o los que bañaron en sangre hace una década la antigua Yugoslavia (en los que tuvo origen lo de Kosovo), o el de Córcega en Francia. Y los hay pacíficos, como el que divide a Bélgica entre flamencos y valones, o el de la Liga Norte en Italia, o el de Cataluña. Y esos separatismos pueden, a su vez, dar origen a nuevos imperialismos: los independentistas vascos, por ejemplo, reclaman para sí, además de Navarra, el País Vasco francés.

El caso de Palestina e Israel es demasiado complejo y especial para incluirlo entre los separatismos habituales.

Naturalmente, la historia muestra que por lo general los independentismos terminan siendo un engaño para los pueblos sobre los cuales se apoyan y en cuyo nombre se justifican. A los osetios recién independizados de la pequeña Georgia no les irá bien bajo la protección de los rusos, como tampoco les fue bien cuando tanto ellos como los georgianos formaban parte de la inmensa Rusia. Los kosovares albaneses, que llevan siglos siendo oprimidos por imperios diversos, tampoco mejorarán su condición por el reconocimiento de su independencia por parte de la UE. Pero eso sí: dentro de Kosovo como dentro de Osetia habrá una categoría de ciudadanos, los mandamases locales, a quienes les irá bien gobernando a sus conciudadanos bajo la protección de algún vecino poderoso. Le escribía el Libertador Simón Bolívar (el Independizador, más bien, que creyó luchar por la libertad de la América española y terminó logrando la independencia de seis países, aunque él creía que era uno solo), le escribía el desilusionado Bolívar al general Juan José Flóres que veía el futuro de América sometido a "tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas".

El primero de ellos fue el propio Flores, que se alzó con el Ecuador.

"Y los europeos -continuaba Bolívar- no se dignarán conquistarnos".

Se equivocaba el Independizador. Sí se dignaron. Que se lo pregunten a los señores de Endesa y de Fenosa, de Cepsa y de Aguas de Barcelona, del Banco Bilbao Vizcaya y el Banco Santander, o a los del Grupo Planeta en sus oficinas del periódico El Tiempo.

La de la independencia es una tarea que está siempre en obra, a medio terminar: una lucha que hay que estar siempre librando, en el Sahara occidental o en Kosovo o en Osetia. La de la libertad también, y se refiere tanto a los imperios opresores como a los casi imperceptibles tiranuelos locales. Con lo cual regresamos al nauseabundo pozo séptico de la política colombiana.