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Los muebles y el poder

Los poderosos, sean de donde sean, no desdeñan ningún método que produce dinero para mantener el poder, desde los impuestos al saqueo

Antonio Caballero
9 de abril de 2001

Que el presidente Bill Clinton se haya ido de la Casa Blanca llevándose dos camionados de muebles no tiene por qué despertar extrañeza. Es lo habitual: los dueños del poder creen que también las cosas son suyas. Devolvió luego lo sustraído, en vista del escándalo —y eso muestra que, a veces, los escándalos de prensa son efectivos—; pero el escándalo no va a impedir que el caso se repita: se han presentado escándalos iguales, que yo sepa, desde George Washington.

(Abraham Lincoln, que por morir asesinado no tuvo tiempo de llevarse los muebles, dejó su cama en la Casa Blanca, donde hoy la pueden contemplar las visitas. Quizá no imaginó que sus sucesores —Clinton, justamente— la alquilarían por noches, como la cama de un motel, a contribuyentes electorales fetichistas del patriotismo).

Extrañeza, en cambio, suscita el caso contrario. Por ejemplo, el de un presidente colombiano del siglo XIX, tan excepcionalmente escrupuloso que al retirarse del poder se negó a trastear de vuelta a su casa particular un sofá que su señora había llevado a Palacio. Le insistía ella:

—Pero Manuel María, si el sofá era nuestro…

Y él respondía inflexible:

—No, mija. Porque nadie lo vio entrar, pero todo el mundo lo verá salir.

Y se quedó sin su sofá, a cambio de conservar su honra. Pero el caso, ya digo, es casi único en la historia universal. Tal vez ni el recto dictador romano Coriolano llegó a tanto. Pues si no fuera así ¿cómo iban a ser ricos —y a tener sofás— todos los dirigentes políticos del mundo, tanto los hereditarios como los elegidos democráticamente como los que han usurpado por la fuerza el poder? Yo conocí una vez, personalmente, al ex rey Freddy de Uganda, que vivía exiliado en un barrio proletario en Londres y literalmente no tenía en dónde caerse muerto (y cuando se cayó muerto fue enterrado por cuenta del Seguro Social, que en esos tiempos —hace 30 años— todavía funcionaba en Inglaterra). Pero su caso es tan raro como el de don Manuel María Mallarino. Sin cambiar de país: si la reina Isabel II figura siempre en las listas de las 10 personas más ricas del mundo es justamente por eso: porque desde hace mil años —desde Guillermo el Conquistador— sus antepasados en el trono se han llevado a su casa todos los muebles y la mayor parte de los inmuebles de Inglaterra. ¿Conserva la honra? El tema es opinable. Pero de lo que no cabe duda es de que es dueña, en sus muchos palacios, de muchísimos sofás.

Ahora: no es la honra lo que les interesa. Saben que en fin de cuentas la honra no es más que la suma de los muebles. Y ni siquiera son los muebles lo que les llama de veras la atención. Sino el poder. Y el poder, que da honra y muebles, se obtiene, o se conserva, gracias al dinero. Por eso los poderosos, sean de donde sean, no desdeñan ninguno de los métodos que producen dinero para lograr o mantener el poder, desde los impuestos hasta el saqueo, pasando por la más variada gama de recursos del ingenio. Así Clinton, para financiar su reelección a la presidencia de los Estados Unidos, cobraba una tarifa por dormir en la cama de Abraham Lincoln; pero además recibía dinero por indultos presidenciales a delincuentes, que pagaría después, y aceptaba contribuciones hasta del gobierno de la China. Así, en Colombia, a Ernesto Samper le llegaba —a sus espaldas, por supuesto— dinero del cartel de Cali en cajas de regalo. Así, en Francia, Chirac pagaba su campaña para la presidencia con el producto del alquiler de apartamentos de la alcaldía de París. Así, en Yugoslavia, Milosevic se sostenía gracias a las ganancias del contrabando de gasolina. En Alemania, Helmut Kohl se ha negado a mencionar ante los tribunales los nombres de los contribuyentes ilegales a sus campañas electorales. Pero en otros sitios sí se conocen, desde Chile hasta Guinea Ecuatorial, pasando por el Japón, las Filipinas, Afganistán, Polonia y el Perú: la CIA, la antigua KGB soviética, el Vaticano, los traficantes de armas, los narcotraficantes, las empresas petroleras, las compañías diamantíferas. El general Rodríguez se hizo con el poder en el Paraguay gracias al dinero que le dejaba la reventa de carros robados en el Brasil. El presidente filipino Estrada se mantuvo con los sobornos de los clubes de fútbol. El príncipe Rainiero de Mónaco ha vivido durante medio siglo gracias a los réditos del casino de Montecarlo.

El dinero da poder: es el “nervio del poder”, decía el rey Filipo de Macedonia. Pero también el poder da dinero. Adolf Hitler, por ejemplo, amasó una de las primeras fortunas de Alemania a base de cobrar un modesto derecho de imagen sobre las estampillas de correos, en las que iba impreso su rostro durante todos los años que duró el Tercer Reich.

Pero eso puede cambiar, claro está. Por ejemplo, desde el año pasado, y por primera vez en la historia, la reina de Inglaterra está pagando impuestos sobre su patrimonio. Así que acabará teniendo que vender los muebles. Y se tratará de un hecho tan revolucionario como la decapitación del rey francés Luis XVI en 1793.

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