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Los niños de la guerra: una mirada nativa

En las regiones más remotas de la geografía colombiana los niños envejecen prematuramente.

Semana
20 de marzo de 2012

En las comarcas rurales del occidente y el sur de Colombia observé habitualmente a niños desempeñando labores agrícolas en las parcelas, raspando hoja en los plantes de coca, jugando billar en las cantinas o apostando dinero en las riñas de gallos. Conversé infinidad de veces con los campesinos en el interior de los ranchos para conocer los detalles de su vida cotidiana e intentando encontrar una explicación de porqué razón las mujeres empezaban a parir sus hijos desde antes de cumplir los quince años. Observando las condiciones materiales de vida de los labriegos pobres del país y escudriñando su naturaleza interior conseguí, luego de cotejar la cruda realidad campesina con mi tabla de valores urbana, llegar a una reflexión: en las regiones más remotas de la geografía colombiana los niños envejecen prematuramente.

En estas zonas rurales la mayoría de edad, tanto del hombre como de la mujer, no se mide cronológicamente sino de acuerdo a la fuerza de trabajo que posee un individuo o la capacidad de reproducirse. Esta creencia imperante en el universo rural colombiano choca lógicamente con los valores aceptados por la inmensa mayoría de la sociedad que, bien o mal, considera que sólo se obtiene la mayoría de edad cuando se supera el límite de los 18 años. No cabe la menor duda de que en Colombia cohabitan dos mundos que a pesar de compartir una misma nacionalidad perciben la realidad de manera distinta. Mientras que en Medellín, Barranquilla o Bucaramanga un estudiante de bachillerato recibe usualmente una mesada de sus padres para cubrir las necesidades básicas, la mayoría de los chicos de las zonas rurales del Caquetá, Putumayo o Cauca por ejemplo, el dinero que guardan en sus bolsillos proviene del pago de un jornal obtenido con su sudor.

Dentro de esta lógica rural se puede entender, más no justificar, que un joven que toma en sus manos un azadón para labrar la tierra y obtener a cambio una paga, puede de la misma manera empuñar un fusil de combate y dispararlo. El cantinero que atiende su negocio en un lejana aldea del Chocó o Guaviare no pregunta por la edad de su cliente pues sólo le interesa que éste cuente con dinero suficiente en el bolsillo para pagarle la botella de aguardiente que está consumiendo. El padre de familia que está próximo a recoger su cosecha de maíz, marihuana, café o coca le importa un comino que sus hijos dejen de asistir a clases en la escuela puesto que para él es más importante que los críos le echen una mano en el tajo de tierra, pues del fruto de ella se nutre el resto de la prole. En las paupérrimas escuelitas rurales es un milagro que un pequeño consiga terminar la primaria completa. Es una abominable realidad que no podemos soslayar si queremos ir más allá de las maneras simplistas con las que los informes, elaborados a base de tópicos y redactados con tecnicismos extravagantes, relacionan los acontecimientos de la guerra y donde sólo se anotan meras cifras acerca del involucramiento de los niños en los grupos de alzados en armas, sin entregarnos una explicación convincente de las razones para que esto suceda y menos aún sin contarnos cómo es la geografía humana que prevalece en los parajes rurales.

En la mayoría de los países europeos un considerable número de jóvenes mayores de 25 años que han finalizado sus estudios universitarios, aun no han decidido si continuar viviendo en casa de sus padres o independizarse de una vez por todas. En las zonas marginales del agro colombiano una mujer de 25 años cuenta a su haber con cuatro o más hijos y su deterioro físico y moral es tremendamente triste. Y lo que es peor, menores que cargan sobre sus hombros un largo prontuario de crímenes que harían sonrojar a un gangster de de la Cosa Nostra. Son realidades distintas que ameritan enfoques distintos. No es descabellado entonces afirmar que la vinculación de los menores como combatientes en el conflicto que se desarrolla básicamente en la periferia rural del país, constituye para ellos una opción de movilidad social ascendente en tanto que la pertenencia a un grupo armado les concede la posibilidad de esquivar el ambiente de miseria secular que existe en sus viviendas.

Por simple decoro, el Estado y las organizaciones sociales deben continuar las campañas en contra del reclutamiento de menores para la guerra, empero soy pesimista en cuanto a la eficacia de estas acciones mientras no se ataquen las causas que generan esta circunstancia. Hay un fenómeno estructural sin resolver en algunas regiones agrarias del país y en las cuales se reproduce lógicamente el conflicto armado con todas sus derivaciones: combates, asesinatos, despojos, reclutamiento de menores, lisiados, desplazamiento y otros etcéteras. Si bien es cierto que los acuerdos humanitarios puede aminorar el sufrimiento entre la población no combatiente, en el caso de Colombia es vital derribar, mediante un cese al fuego y un acuerdo de paz, el muro del conflicto a fin de evitar que los adultos vayan al combate pero sobre todo que los niños que nacen en Colombia cuenten con unas mínimas condiciones materiales de vida que los haga comportarse y vivir como niños.

*Excombatiente y exprisionero, analista de conflictos, trabajo por la paz y la reconciliación de Colombia.