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Los niños muertos

Las intervenciones guerreras llamadas de pacificación no solucionan nunca los problemas, sino que los empeoran y complican.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
31 de agosto de 2013

¡Ay, los niños! (y las niñas). Muestran las televisiones del mundo imágenes de niños amortajados en Siria, envenenados por las armas químicas del gobierno de Bashar el-Asad, y la opinión pública se estremece de horror. Hasta el secretario de Estado de los Estados Unidos,  hombre curtido en la guerra de Vietnam, se espanta: es, dice, “una obscenidad moral”. 

Y las almas buenas –editorialistas, columnistas y caricaturistas de prensa, personas que escriben cartas a los periódicos o tuitean por sus teléfonos celulares– se indignan: ¿no va a hacer nada la comunidad internacional?

¿Qué? ¿Bombardear Siria? Y cuando los bombardeos hayan resultado insuficientes para derrocar al tirano ¿van a invadirla? Se trata, dicen, de castigar a el-Assad por usar armas químicas contra su pueblo, como lo han denunciado con fotos los rebeldes. La investigación de la ONU no ha terminado cuando escribo esto –jueves 29 de agosto–, pero tampoco empezó la prometida hace unas semanas, cuando el gobierno sirio denunció por su parte, también con fotos, a los rebeldes por usar armas químicas. Por lo visto todo el mundo tiene armas químicas en el Oriente Medio. 

¿Y quién las fabrica? ¿Quién las vende? Los mismos países que hoy quieren castigar a sus clientes destruyéndolas para que las  tengan que comprar otra vez: las hipócritas potencias de Occidente. 

Pero un bombardeo a Siria no es un juego, y una invasión mucho menos. Siria no es el pequeño Kosovo, cuyo sometimiento les tomó una semana a los aviones de la Otan, y ni siquiera la Libia del coronel Gadafi, que aguantó muchos meses la embestida antes de hundirse en un caos del que tardará años en recuperarse. 

Siria es un país fuerte y bien armado, y cuenta con amigos poderosos: Irán, Rusia, la China. Eso lo saben los Estados Unidos, y por eso vacila el presidente Obama, sin atreverse a meter el dedo en el engranaje de la intervención militar. Hace un mes cometió el error de fijar una “raya roja”intraspasable: el uso de armas químicas. 

Pero ese homenaje a la hipocresía desde la corrección política lo ha llevado demasiado lejos: a la intervención no deseada, so pena de mostrarse pusilánime ante los enemigos y ante su propio pueblo. Y a ella lo empujan también las almas buenas del mundo con su ánimo punitivo, que no entienden cómo es posible que la “comunidad internacional” no haga algo para detener la barbarie.

Lo malo es que la llamada comunidad internacional, al margen de que ella misma encarna la barbarie, no es una comunidad; y además la historia reciente ha demostrado de sobra que cuando intervienen para resolver un problema –en Libia, por ejemplo –, lo que hace es agravarlo.

No es una comunidad. Es decir, no es un agregado de intereses comunes, sino un enredo de intereses contrapuestos: en esta misma columna la he llamado un canasto de víboras. O si no tanto, por lo menos una imposible suma algebraica de amigos con enemigos: los Estados Unidos menos Rusia, más Francia, menos la China, y con un Reino Unido dividido entre un gobierno a favor y un Parlamento en contra, para mencionar solo a los miembros del Consejo de Seguridad con derecho de veto ante cualquier propuesta de acción colectiva. 

Y, en la región, Israel a favor, Irán en contra, el Líbano en contra, Jordania temblando, los emiratos del Golfo a favor, Arabia Saudita a favor, Irak en contra, Kuwait indeciso, Turquía muy nerviosa, Egipto esperando turno de invasión de castigo. 

Y a todo eso hay que sumarle los elementos sociales y religiosos: los odios sectarios entre chiítas y sunitas, las infiltraciones terroristas, la presencia y la acción de Al Qaeda, de Hamas, de Hezbollah. Y también, claro, los altibajos del precio del petróleo.

No es posible sacar de todo ese batiburrillo una voluntad común de intervención armada. Sin mencionar siquiera el tema del dinero. ¿Quién va a pagar la guerra?

Queda el segundo punto. Las intervenciones guerreras llamadas de pacificación, por bienintencionadas que se declaren (aunque nunca lo son), no solucionan nunca los problemas, sino que los empeoran y los complican. 

El ejemplo más reciente, vivo todavía, es el de la interminable guerra civil de Irak, desatada hace más de una década por la intervención de los Estados Unidos y su “coalition of the willing”. 

Ahora que los invasores retiran sus tropas, dejando solo una guarnición de unos cuantos millares de mercenarios llamados “contratistas privados”, atrás queda un país machacado y destruido, y sembrado de cientos de miles de cadáveres. Entre ellos, no solo trescientos, como los que estremecen a las almas sensibles y las llevan a exigir represalias contra Siria, sino varias decenas de millares de niños muertos. 

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