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LOS 7 PECADOS CAPITALES DEL COLUMNISTA

Semana
27 de mayo de 1985

La siguiente fue la exposición que la columnista hizo en el III Encuentro de Columnistas en "El Mundo" de Medellín.
El ejercicio del columnista es la única posibilidad real de liberta de prensa que nos está quedando. Casi todo lo demás puede ser manipulado, o por lo menos condicionado por el respaldo económico que requiere, en el mundo moderno, ejerce la actividad periodística. De ahí la importancia del tema que nos ha congregado hoy en esta reunión.
He pensado que la mejor manera de entender cuál debe constituir el papel del columnista en el periodismo contemporáneo, sea precisamente describir el que no debe ser. Por eso he bautizado esta ponencia como "Los siete pecados capitales del columnista", suponiendo que los de más invitados a este encuentro desarrollarían, como en efecto lo ha hecho, otros aspectos tales como la relación entre el periodismo de opinión y el poder político, su compromiso con la ética, el presupuesto de la buena fe y el tema infinito de la libertad de prensa.
Podríamos decir que el primer pecado capital del columnista es el de pensar por la gente, porque eso es función del político. El segundo sería el de tener la pretensión de convencer al lector, pues esa es función de sacerdote. El tercer pecado es el de actuar como intérprete de la opinión pública, porque esa es una función que le corresponde al editorialista. El cuarto pecado capital es el de falla en derecho, porque eso le corresponde a los jueces. El quinto es ser sensato, porque esa función le corresponde a las madres de familia. El sexto pecado capital es ser objetivo, porque esa es función del periodista. Y el séptimo consiste en pretender ser concluyente porque esa es función de los matemáticos.
Casi que por sustracción de materia podríamos afirmar entonces que la misión por excelencia del columnista es opinar. Opinar lo que le venga en gana sobre el tema que escoja. Opinar agradando, opinar informando, opinar influyendo. Y para cada una de estas finalidades de la opinión, o sea agradar, informar e influir, existen privilegios sobre los cuales se apoya el columnista en su tarea de escribir.
Los privilegios del columnista
El primero de estos privilegios, no más importante que los demás, es el de fallar en conciencia. Esto significa que escribe lo que el cree sobre las cosas, que no necesariamente tiene que ser la verdad, sino su verdad. En otras palabras, la labor del columnista no es científica en el sentido de que no debe someterse a todo el proceso de verificación propio de la ciencia, porque entonces no le quedaría tiempo para opinar.
Otro de los grandes privilegios del columnista, es el de ejercer su subjetividad. Por eso resulta imposible independizar el texto de una columna de la firma que lo acompaña. Para el lector, el columnista es lo que escribe, y escribe lo que es.
El columnista sólo puede ser objetivo frente a las cosas que le son indiferentes. Y si hay algo más incompatible con la labor de un columnista, es escribir con indiferencia. Uno de los más importantes privilegios de los que goza el columnista es el derecho a contradecirse. En otras palabras, el derecho a no horrorizarse ante las cosas que anteriormente le horrorizaban o viceversa.
El columnista que no se contradice es dogmático, y el dogmatismo es una condición mental generalmente incompatible con la labor de crear, que en el trabajo del columnista es una constante. Lo es hasta tal punto, que lo único que licitamente puede tener planeado, cuando se enfrenta a una cuartilla en blanco, es el tema. En contraste, el dogmatismo le implicaría tener también planeadas las ideas y la conclusión, lo que no le corresponde a un columnista sino a un conferencista.
Es común que el columnista piense a medida que escribe, por eso con frecuencla no se sabe dónde va a comenzar ni a terminar su columna, y la única manera de averiguarlo es colocando el punto final. Es por eso, precisamente, por lo que el columnista no actúa como soldado de una causa sino como una especie de paramilitar.
El último de los grandes privilegios del columnista consiste en el derecho a discrepar de la línea editorial del medio para el que escribe. Quizá a cosa más grave que le puede suceder a un columnista, además de que no lo lean, es convertirse en vocero del medio. De igual forma, lo más grave que le puede suceder a un medio es contar con la unanimidad de sus columnistas. El único vocero del medio debe ser el editorial, entre cuyas funciones figura la de ser intérprete de la opinión pública.
La discrepancia con el lector
Paralelo con este privilegio de que el columnista discrepe con el medio corre el de discrepar con sus lectores. Por un lado, porque es absolutamente imposible que alguien esté totalmente de acuerdo con lo que uno escribe. Inclusive uno mismo.
Por otro lado, porque la función del columnista no es mesiánica, y hasta resulta conveniente, porque lo mantiene vivo como opinador, que una porción de sus lectores no esté de acuerdo con el contenido de la columna. El secreto está en que esa porción de lectores no sea siempre la misma.
De todo lo anterior se deriva, pues que la función del columnista no es convencer a sus lectores, sino influir sobre ellos, fundamentalmente a través del nivel de información y del grado de inquietud que logre mantener entre éstos. En otras palabras, el columnista es aquel capaz de alimentar y mantener viva la capacidad de reacción del lector.
La dificultad de comprobar que se esté cumpliendo con este cometido consiste en que al columnista no lo escriben sino dos tipos de lectores: el furiosamente convencido de que tiene la razón y el furiosamente convencido de que el columnista está equivocado. Los demás lectores, que constituyen la gran mayoría, guardan silencio. Y su silencio se parece al silencio de Dios, en que normalmente a uno no le importa. Pero hay oportunidades, como debe constarles a varios de los presentes, cuando produce una verdadera sensación de alivio recibir una cartica... que nos pruebe la existencia de Dios.
Estas son mis opiniones sobre mi oficio. No pretendo, como columnista que soy, que sean la verdad, ni que sean las más populares, ni que sean las más sensatas, ni que sean objetivas, y mucho menos, que sean concluyentes. Y con esto concluyo mi ponencia.--

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