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LOS VERDADEROS CRIMINALES

Antonio Caballero
7 de junio de 1999

Desde hace ya bastantes años recibo con frecuencia cartas de colombianos presos
por droga en cárceles de Estados Unidos. Me escriben ya desde el colmo de la impotencia, después de
haber fatigado en vano abogados, consulados de Colombia, tribunales de apelación,
organizaciones de derechos humanos, obispos, congresistas, la ONU; como quien habiendo agotado to-
dos los recursos de la esperanza racional tira un mensaje en una botella al mar. Me dicen que les ayude.
Pero ¿cómo? Y son centenares.
Todos me cuentan variaciones sobre la misma historia. La historia espeluznante del funcionamiento de la
justicia norteamericana, desde el entrampamiento inicial (entrapment: una monstruosa figura legal que le
permite a la policía norteamericana incitar a alguien a cometer un delito para a continuación poderlo
capturar por intentar cometerlo) hasta la ineludible condena final: esas penas, monstruosas también, de
"una vida más 50 años" de cárcel, o de "dos vidas más 30 años". Que sólo pueden ser cambiadas _de manera
igualmente monstruosa_ por el método _monstruoso también_ de delatar "hacia arriba" para recibir a
cambio beneficios carcelarios: así, un condenado a dos vidas más 30 años puede lograr que por lo menos
le quiten las cadenas y lo dejen salir dos horas diarias al patio de su prisión de alta seguridad si denuncia
a un delincuente más importante que él mismo. Carlos Lehder, por ejemplo, tiene derecho a ver el sol
gracias únicamente a que rindió testimonio contra el general panameño Manuel Antonio Noriega. Y si
Noriega pudiera denunciar a, digamos, el vicepresidente cubano Raúl Castro, quedaría de inmediato en
libertad y oculto bajo un programa federal de protección de testigos. Y además le darían plata.
Pero la mayor parte de los presos que me escriben son pobres 'mulas' capturados con un par de kilos de
bolas de cocaína en el intestino, o lavadores de dólares de poquísima monta. No pueden denunciar a Fidel,
ni a Saddam Hussein, ni al Papa, así que están condenados a pudrirse durante dos vidas y media en
una cárcel norteamericana. Y si se les ocurre denunciar a los funcionarios oficiales norteamericanos que
los convencieron de entrar en el negocio, simplemente les irá peor: al agente de la DEA que les compró
la droga, al aduanero de Miami que se la dejó pasar, al abogado de oficio que los instó a declararse
culpables, al consejero social que no logró sonsacarles ningún nombre importante, al juez que duplicó su
sentencia por ser colombianos, al director de la prisión que les prohibió las visitas, al capellán del presidio
que los incita a convertirse al presbiterianismo.

El proceso ha sido el siguiente:
Primero los norteamericanos inventaron el consumo masivo de drogas. (Drogas se han consumido siempre,
en todas partes. Pero el consumo masivo es consecuencia de la 'contracultura' californiana de los años
60, de la guerra del Vietnam, del ejemplo de Hollywood, de la música rock y de los yuppies de Wall Street.
Es consecuencia del american way of life).
Después los norteamericanos fomentaron la producción masiva de drogas. (Directamente: esos pilotos
veteranos del Vietnam que llegaban al Yucatán en México o a Santa Marta en Colombia, al Chapare en
Bolivia o al Huallaga en el Perú para enseñar cómo se sembraba la hierba, cómo se refinaba la coca. E
indirectamente: la apertura de ese insaciable mercado de 40 millones de consumidores habituales de
marihuana, de cocaína, de crack, de heroína).
A continuación los norteamericanos prohibieron el consumo de drogas. (Pero, incapaces de lograr que sus
propios ciudadanos obedecieran sus leyes, decidieron exportarlas, y atacar la producción de drogas en el
exterior). El negocio es redondo. Gracias al consumo masivo, los bancos de Estados Unidos se
quedan con el 95 por ciento de las ganancias de las drogas, que por ser ilegales son fabulosas. Gracias a
la prohibición internacional de la producción, el gobierno norteamericano obtiene arrodillamientos
generalizados de los gobiernos de los países productores: espacios aéreos y marítimos, confiscación
de activos en el extranjero, venta de armas, venta de herbicidas para combatir los cultivos. Y cositas
sueltas como el Canal de Panamá, donde pasada la fecha de la devolución pactada por Carter y Torrijos
van a quedarse con el pretexto de controlar el flujo de las drogas ilícitas.
Y los agentes norteamericanos de la DEA o los camuflados de la policía cobran comisiones sobre la
droga incautada que ellos mismos han ayudado a importar, y sobre los dólares que ellos mismos han
ayudado a lavar. Y los abogados norteamericanos cobran a sus clientes presos por alimentarles falsas
esperanzas y darles malos consejos. Y los legisladores norteamericanos se hacen reelegir sobre el
prestigio de estar defendiendo a los niños norteamericanos de las drogas nocivas con que pretenden
envenenarlos los malvados extranjeros de Colombia, del Perú, de Bolivia, de México, de Birmania, de
Laos, de Afganistán, de Turquía, de Cuba, de Pakistán.
Los criminales no son los que están presos y echan cartas en una botella al mar. Los criminales son los
que dictan leyes en el Congreso de Estados Unidos.

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