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Machombia tierra querida

¿Son entonces las mujeres culpables del maltrato por no denunciar? ¡No, señores!. Sin lugar a dudas el 100 por ciento de la culpa recae sobre nosotros, los hombres. Los hombres que las tenemos muertas del miedo viviendo en un país que ocupa el puesto 14 en el mundo entre los países con más víctimas de ese flagelo.

Federico Gómez Lara, Federico Gómez Lara
9 de enero de 2018

Faltaban unos diez minutos para que mi reloj marcara las ocho de la noche. Días antes, me había ofrecido a cocinar un arroz de mariscos para la familia de mi novia en la cena del 31 de diciembre. Aun cuando aprendí esa receta de mi madre, y me la sé de memoria, quise bañarme y vestirme con tiempo para hacer lo mío sin afán, y lograr que el plato estuviera a la altura de las expectativas de mis suegros.

Salí del cuarto ya vestido y perfumado para dirigirme a la cocina de la casa en donde estábamos hospedados. Apenas empezaba a caminar hacia allá, cuando los ladridos estruendosos de unos perros de la propiedad de al lado me hicieron detener la marcha pensando que algo extraño sucedía. Me acerqué a un muro de concreto de no más de un metro que dividía los inmuebles, del que nacía una reja y una enredadera que me permitían ver lo que pasaba pero me impedían cruzar al otro lado. A los pocos segundos, se hizo evidente la razón de los ladridos.

En un principio oí solamente una voz masculina con tono de reclamo, pero no lograba descifrar las palabras. Sin embargo, la cosa escaló rápidamente y esa voz distante se convirtió en un grito que se oía a kilómetros. Fue entonces cuando entendí que estaba siendo testigo, en mis narices, de un caso de violencia contra una mujer. Vi a través de la reja a un hombre corpulento y en evidente estado de embriaguez que estrujaba y zarandeaba a su novia, mientras le gritaba a centímetros de la cara ¿dónde estabas desgraciada?, ¿tú qué hacías con él?, ¿tú qué hacías con él?”. La mujer, petrificada, trataba de explicarle que ella no estaba con nadie, que todo era un efecto de su avanzada borrachera.

Acto seguido, el bárbaro exclamó: “¡Maldita perra, tú no sabes en la que te metiste, te voy a matar, te voy a romper la cara, te voy a picar, a ti y tu familia malnacida”. La mujer, que ante la rabia del hombre no vio otra salida, trató de darle la espalda y correr hacia la casa para buscar refugio, pero fracasó en el intento. Este alcanzó a agarrarla del cuello de su camisa gris de rayas rojas y empezó a pegarle por la espalda con todas sus fuerzas y con los puños bien cerrados. La intensidad de los golpes se incrementaba con cada puñetazo.

Todo esto sucedió en algo menos de un minuto. Mientras veía lo que pasaba, sin poder cruzar la cerca y sin manera de intervenir, saqué mi celular para llamar a la Policía y reportar lo sucedido, teniendo la certeza de que lograría con mi testimonio la captura del maltratador. Al tiempo que esperaba en la línea, el cuidandero de la casa, un nativo de la zona, me reclamaba y replicaba: “¿Pero usted qué hace llamando a la Policía, hermano?, ¿para qué se mete en eso?, eso fue que le montó cachos, ese es problema de ellos y es normal que le dé duro”.

Bajé entonces unos metros a la carretera para indicarle a la moto, cuando llegara, los detalles de lo que había visto y el lugar de lo sucedido. Al cabo de unos diez o quince minutos llegó la Policía y entró al caserío. Subí corriendo a poner la oreja contra el muro para tratar de oír lo que pasaba. Para mi sorpresa, la mujer no quiso salir de la casa, negó lo sucedido a los agentes, y fue ella misma quien se encargó de echarlos a los gritos del lugar. “A mí nadie me está pegando, no sean sapos y déjenlo tranquilo”.

Salieron el par de patrulleros del lugar y vinieron a hablar conmigo para explicarme que el caso se les salía de las manos. No podía yo creer que luego de haber visto a pocos metros semejante barbarie, las leyes de mi país no me dejaran hacer nada. Al otro día, con la ayuda y la diligencia de la Fiscalía, pude buscar otro camino y abrir una investigación para lograr algún día que castiguen a este cobarde despiadado.

Les cuento hoy esta historia, pues considero que es una fiel representación del funcionamiento de la violencia contra las mujeres. El “macho” les pega, las maltrata, las insulta, las intimida y las amenaza, al punto de que ellas mismas, sumidas en el más que entendible miedo, lo encubren, lo defienden y hasta lo justifican.

¿Son entonces las mujeres culpables del maltrato por no denunciar? ¡No, señores!. Sin lugar a dudas el 100 por ciento de la culpa recae sobre nosotros, los hombres. Los hombres que las tenemos muertas del miedo viviendo en un país que ocupa el puesto 14 en el mundo entre los países con más víctimas de ese flagelo. Los hombres que matamos a una mujer cada dos o tres días. Los hombres que les pegamos a 116 mujeres cada día. Los hombres responsables de que 7 de cada 10 mujeres colombianas hayan sido víctimas de maltrato. Los hombres colombianos que agredimos a una mujer cada 12 minutos. Los hombres que violamos 42 niñas al día. Los hombres en el Congreso que decidieron quedarse en la casa el día que la senadora Claudia López quiso dar este debate…

Como hago siempre antes de escribir una columna, me puse a investigar sobre las cifras y el contexto pertinente. En ese ejercicio me di cuenta de que la inmensa mayoría de las noticias sobre el tema fueron publicadas entre el 22 y el 27 de noviembre. ¿La razón? el 25 de ese mes se celebra el día de la no violencia contra la mujer. Pero señores, ¿y el resto de año qué? Esta tragedia deja más víctimas que el conflicto armado, que los robos, que la inseguridad, que las bandas criminales, que la coca, que todo. ¿Qué tiene que pasar para que le demos la atención que se merece? ¿Que maten o violen a la mamá o a las hermanas de los congresistas? ¡Despertemos, por Dios!

En Twitter: @federicogomezla

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