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Marcos Hood

No se había visto un histrión tan bueno en la política mundial al menos desde -perdón por la comparación- Adolfo Hitler

Antonio Caballero
16 de abril de 2001

Resulta que el subcomandante Marcos de la guerrilla zapatista, al cabo de siete años de enguerrillamiento teórico y solamente once días (sí, once), de combates prácticos, está consiguiendo en México un cambio revolucionario. Ya contribuyó lo suyo —y fue bastante— a la caída del PRI, ese Partido Revolucionario Institucional que gobernó el país durante 70 años y fue derrotado electoralmente hace unos meses por el empresario Vicente Fox. Y además ha logrado algo inimaginable desde hace cinco siglos: que los dueños y los gobernantes de México, blancos y mestizos, reconozcan la existencia, la supervivencia, de los indios, y su opresión. La hazaña de Marcos sólo es comparable a la de fray Bartolomé de las Casas, que con sus elocuentes denuncias consiguió a principios del siglo XVI que se dictaran las llamadas “Leyes Nuevas” de protección de los indios en la América española. Sólo le falta al subcomandante de Chiapas obtener lo que no obtuvo el otro —que era, justamente, obispo de Chiapas—: que las leyes, además de ser dictadas, sean cumplidas.

Eso todavía está por verse. Pero lo hecho por Marcos hasta ahora es, repito, revolucionario, aun en el caso de que acabe diluyéndose en agua de borrajas: porque es una revolución en la revolución. O, si lo prefieren los conservadores, una restauración en la revolución. Pues lo de Marcos es exactamente igual a lo de Las Casas: fruto exclusivo de la palabra. Insisto —con asombro, con pasmo, con reverencia casi—: la lucha armada del subcomandante Marcos zapatista sólo duró once días, al cabo de los cuales se refugió con sus escopetas en la selva y el gobierno mexicano de la época —el de Salinas de Gortari, todopoderoso como eran los gobiernos del PRI— lo dejó en paz. Y de ahí en adelante la ‘guerra’ se redujo a una sola cosa: la palabra del subcomandante.

Los tiros de aquellos primeros once días, unos pocos tiros, le sirvieron para hacerse oír. Pero si silenciadas las escopetas (repito que ni siquiera eran fusiles) han seguido escuchándolo no es sólo porque tenga algo que decir, sino porque lo dice muy bien dicho. No es sólo que su causa sea justa: hay centenares de causas justas en el mundo, y otras tantas guerrillas alzadas en armas por defenderlas, y nadie les presta la menor atención: la de los chechenos, la de los kurdos, la de los tamiles o, para no irnos tan lejos, la de los colombianos. Si la causa de los indios lacandones del sur de Chiapas está despertando el interés del mundo entero (y más aún: está triunfando) es porque su abanderado, el subcomandante Marcos, tiene un talento dramático fuera de lo común. Los políticos son ante todo actores, por supuesto: pero no se había visto un histrión tan bueno en la política mundial al menos desde —pido perdón por la comparación— Adolfo Hitler.

Pues no es de extrañar que Marcos haya sido capaz de persuadir a los indios mismos; además de que conocen en carne propia su propia miseria, su propia opresión, sus propios motivos, Marcos es el primero que ha ido a las selvas chiapanecas a proponer algo distinto de la opresión y la miseria en los últimos 500 años (desde el obispo Las Casas). Tampoco hay que asombrarse se que haya convencido a los intelectuales europeos, premios Nobel y viudas de Mitterrand: Marcos es tan intelectual y tan europeo como ellos, así adorne sus discursos con ritmos prehispánicos sacados del Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas (aunque ¿quién, salvo los intelectuales europeos, conoce el Popol Vuh? Ningún maya, seguro). Y ni siquiera es sorprendente que tenga subyugados a todos los periódicos y televisiones del mundo occidental, que a la revolucioncita incruenta del remoto Chiapas le han hecho mucho más caso que al derrumbe sangriento de todo el continente africano, pese a que éste los afecta de modo mucho más directo. Pero es que, a diferencia de los horrores de Africa, lo de Marcos es puro teatro. Gran teatro, pero puro teatro. O sea, la palabra (Popol Vuh incluido), y el disfraz: la capucha.

La capucha, que el subcomandante, por lo visto, no se quita ni para dormir. Y hace bien, aunque le dificulte fumar la pipa: la capucha es esencial. Hace de él no sólo un justiciero, como hay tantos, sino un justiciero enmascarado, que son los únicos que vencen. Los de los cómics. Los del teatro. El modelo —legendario— es Robin Hood: literalmente, Robertico Capucha. No era Robin ese nombre de pájaro en diminutivo, quien derrotaba al malvado sheriff de Nottingham y hacía triunfar la justicia; sino su apodo Hood, o sea, la capucha con que ocultaba su rostro.

Del mismo modo, es la capucha de Marcos, y no sus armas ni sus razones, y ni siquiera su palabra, lo que está derrotando al establecimiento mexicano. Pues decía que lo asombroso de su gesta no es que haya convencido a los encallecidos intelectuales europeos, ni a sus encallecidas televisiones, ni a los sufridos lacandones. Lo que es de veras pasmoso es que al histriónico subcomandante y a sus 24 enanitos chiapanecos no los hayan parado a tiros en estos siete años de guerrilla exclusivamente teatral, ni los gobiernos (tres: el de Salinas, el de Zedillo, y, ya en la era posPRI, el de Fox), ni el ejército, ni los terratenientes de Chiapas y sus grupos armados de justicia privada, ni los Estados Unidos. Mataron al Emiliano Zapata original y aniquilaron su ejército del Sur; mataron a Pancho Villa y destruyeron su columna del Norte; mataron a Lucio Cabañas y exterminaron su Ejército del Pueblo. Y al subcomandante Marcos lo respetan.

Es por la capucha, que no se la quite.