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¿A cuánto estamos de la paz?

Probablemente ha llegado la hora de que ambos lados empecemos a desarmarnos de los imaginarios que hemos construido en estos años de guerra.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
22 de noviembre de 2014

Si el senador Uribe hubiera previsto el desenlace inesperado que finalmente tuvo su trino en el que reveló cómo el general Alzate y dos acompañantes fueron capturados por las Farc en el Chocó, de pronto ni se habría tomado el trabajo de escribirlo.

Y digo que hubo un giro inesperado porque si bien en las primeras de cambio la indignación contra las Farc fue in crescendo, en la medida en que se fueron decantando los hechos, la furia inicial fue cediendo, dándole pasó a cierta cordura de la que nunca habíamos hecho gala.

La primera sorpresa en ese sentido vino del grupo de víctimas que ha ido a La Habana. Todos ellos firmaron un comunicado en el que exhortaban a las partes a no levantarse de la Mesa. A mí personalmente me llamó la atención que ese comunicado estuviera firmado por el general Mendieta y Clara Rojas, dos exsecuestrados de las Farc, objeto de artículos infames aparecidos en las páginas de Ancol. No me alcanzo a imaginar lo que les costó estampar su firma en ese comunicado y salir a defender un proceso de paz con una guerrilla que los había revictimizado. Sin embargo, tuvieron los arrestos para hacerlo. Lograron deponer sus sentimientos personales y la indignación que deja el ultraje y se fueron por el camino de la sensatez. Mis respetos.

Su gesto, por lo demás, dejó con los crespos hechos a gremios como Fedegan desde donde se ha intentado liderar un movimiento de las víctimas de las Farc en contra del proceso de paz de La Habana. Si algo ha quedado claro en esta crisis, es que a las víctimas de este conflicto, incluidas las de las Farc, no las pueden manipular ni Iván Cepeda ni María Fernanda Cabal.

La otra gran sorpresa fueron los medios. En lugar de irse por la noticia fácil, es decir, por la versión del expresidente Uribe en la que denunciaba el secuestro del general-, contaron la verdad así esta fuera difícil de creer: aquella de que el general Alzate, experto en contrainteligencia había entrado a la boca del lobo, en bermudas, sin escoltas, transgrediendo todos los reglamentos y protocolos.

La tercera gran sorpresa la dieron las Farc. Hay que reconocerles que supieron leer el momento y que en lugar de atizar el fuego, le bajaron la presión, sobre todo con los pronunciamientos de Pastor Alape y Pablo Catatumbo. Como pocas veces lo han hecho, estos dos comandantes le hablaron al país y no a su guerrillerada; manifestaron su deseo de que esta crisis pueda ser útil para emprender el camino hacia un desescalamiento del conflicto e incluso Catatumbo se atrevió a decir que posiblemente en año y medio podría estar firmándose el acuerdo que ponga fin a 60 años de guerra. Y por la forma como se procedió a la liberación, se demostró que las Farc son un Ejército que les responde a sus comandantes en La Habana y que si se firma el acuerdo con el gobierno, la gran mayoría de sus frentes dejarán las armas.

Este episodio nos ha mostrado que estamos llegando a un momento clave en el proceso; un momento donde se configuran los grandes desafíos. De un lado está la sociedad colombiana aún incrédula frente a todo lo que digan o hagan las Farc y del otro una guerrilla a la que también le cuesta creer que esta sociedad, la misma que tanto dice despreciarla, está realmente pensando en abrirle las puertas para que cambien los fusiles por votos. ¿Qué hacer para tumbar esas paredes que nos separan? ¿Cómo hacer para desarmar las miradas y las palabras a la hora de hablarnos entre sí?

Es evidente que hemos llegado al momento en que los gestos se vuelven importantes, tanto como las formas. Y si hay que reconocer que en esta crisis, las Farc demostraron su compromiso con este proceso, también hay que decir que nos deben muchos más gestos de paz para poder disipar las desconfianzas. De la misma forma habría que exigirle a esta sociedad, que no es tan monolítica como las Farc piensan, que también sea capaz de reconocerle sus gestos de paz y apreciarlos en su verdadero valor.

Probablemente se ha llegado la hora de que ambos lados empecemos a desarmarnos de los imaginarios que hemos ido construyendo en estos años de guerra. Del uribismo heredamos la doctrina según la cual las Farc son unos bandidos, narcoterroristas frente a los cuales solo vale el exterminio. Lo lógico es que deberíamos empezar a desbaratar esa matriz cultural si queremos dignificar a las Farc y verlos como unos posibles opositores y no como los enemigos a muerte que enfrentamos hoy. A su vez las Farc también tendrían que dejar de pensar en que todos los colombianos respondemos a un mismo patrón: el neocolonialismo del tío Sam y que por el hecho de no comulgar con la lucha armada todos somos unos esbirros del capitalismo y enemigos del pueblo. 

Desarmar el lenguaje tiene que ser un paso previo para poder llegar al fin del conflicto. Y todavía estamos muy lejos de haber dejado nuestras armaduras.

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