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Nacidos para la guerra

Buena parte de la sociedad colombiana cree que esta guerra que tanta sangre ha derramado es el estado normal de la vida y que la paz negociada es un esperpento que nos puede llevar al infierno.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
2 de mayo de 2015

¿Estaremos condenados a vivir para siempre esta guerra bajo la cual ya se han educado varias generaciones de colombianos y reciclado varias guerrillas, narcos y paramilitares?

Probablemente ese sea nuestro destino, luego de tantos años de haber hecho de la guerra el único instrumento político para llegar a la paz. Cambiar esa ecuación le ha costado al presidente Santos mucho más de lo que él mismo se imaginó. Si nos atenemos a encuestas como la que publicó Gallup la semana pasada, en las que se ve con claridad cómo decae estruendosamente el poco apoyo que tenía el proceso de paz entre los colombianos de las grandes ciudades y se desploma la imagen del presidente Santos, la conclusión aterradora a la que se llega es que a los colombianos nos gusta más quedarnos anclados en esta guerra que ya conocemos, que aventurarnos en una paz incierta, imperfecta, incómoda y perturbadora.

No hay duda que el gobierno Santos tiene su cuota de responsabilidad en este desplome. Su doble discurso frente a la paz -cada vez que había un avance en La Habana, el ministro de Defensa salía a cuestionarlo- confundió a la opinión pública que sí creía en el proceso. Tampoco ayudó el secretismo que rodea las negociaciones porque ha permitido que no se valoren debidamente los avances y que en cambio se magnifiquen los retrocesos.

Las FARC también pusieron su cuota porque perdieron la oportunidad en estos cuatro años de negociación de conquistar a una opinión pública que no los quiere, y se dedicaron más bien a hablarle a la guerrillerada con la tesis de que la opinión pública es un embeleco creado por el establecimiento para fregarlos.   

Pero más allá de estos errores, lo que se advierte en las encuestas es que hay una buena parte de la sociedad colombiana que cree que esta guerra que tanta sangre ha derramado es el estado normal de la vida y que la paz negociada es un esperpento que nos puede llevar al infierno.  

Los encuestados, en su mayoría colombianos que viven en las grandes ciudades donde la guerra no llega sino de oídas, no entienden a qué se refieren los negociadores de paz cuando hablan de la “paz territorial”, porque nunca han ido a Anorí, ni a Ituango, ni al Cañón de las Hermosas, ni a Putumayo, ni mucho menos al Catatumbo. Son colombianos que han crecido en un país que no conocen y que por lo mismo no les hace falta.

Para los empresarios, que han aprendido a crecer y a ganar plata en medio de esta guerra, la paz es un salto al vacío porque los pone a pensar en temas que los perturban: ¿cómo es que van a convivir sus proyectos agroindustriales con las nuevas zonas de reserva campesina que se crearían y que son consideradas por muchos como una legalización de las repúblicas guerrilleras? ¿Cómo es que van a enfrentar la llegada de cientos de desmovilizados que según ellos no se van a quedar en sus territorios sino que van a emigrar a las ciudades en busca de mejor futuro? ¿Acaso les tocará a ellos darles empleo? ¿Aumentarán los índices de inseguridad? ¿Tendrán ellos que asumir todos esos costos?

A unos y a otros les tiene sin cuidado una paz que busca sacar de la guerra a los campesinos del Putumayo, que en su gran mayoría son unos simples raspachines. Ese es el drama de esta guerra: que se libra en la periferia donde no operan las encuestas y donde los muertos son campesinos sin nombre, que ni siquiera salen en las noticias.   

Según Clausewitz, la guerra es una extensión de la política por otros medios que debe impulsarse siempre con un objetivo político claro para que valga la pena ser librada. Colombia ha convertido la guerra no solo en la continuación de la actividad política sino en el único escenario de la política. El líder que mejor ha implementado esta estragegia de Clausewitz ha sido Álvaro Uribe. Con su discurso belicista el expresidente ha logrado reducir la política a las pasiones más primarias que nutren la guerra, y hacer del odio, de la intolerancia y de la banalización de la violencia sus mejores armas.

Sin embargo, la guerra en Colombia hace rato perdió su objetivo político. Las mismas FARC saben que cada día que pasa esa frontera entre la lucha armada y las mafias ilegales es más endeble y que la deshumanización de sus frentes producto de la degradación de tantos años de guerra ha sido inevitable. Lo mismo sucede con el Ejército, que se empieza a preguntar si vale la pena defender del asedio de las FARC a tanto político corrupto que se roba el dinero de la salud en las regiones apartadas. Ni siquiera Uribe sabe si su discurso belicista tiene el objetivo de acabar con las FARC o si le sirve para desviar la atención de los problemas que tiene el uribismo ante la justicia.

El presidente Santos sabe que la guerra como expresión de la política se está agotando. Lástima que hasta ahora haya sido incapaz de convencer a la opinión pública de que por imperfecta que sea, siempre es mejor la paz que la guerra.

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