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Tiempos difíciles

Con muy pocas excepciones, la clase política que acompaña a Santos no lo hace porque crea en apoyar sus políticas, sino por su mermelada.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
30 de abril de 2016

Lo que más me ha impactado de los reajustes en el gabinete de Santos no son las nuevas caras. Son los berrinches y la indignación protagonizados por varios partidos de la Unidad Nacional luego de que Santos decidió no satisfacer por completo sus peticiones burocráticas. Una indignación que viene cargada de intereses mezquinos y que denota el grado de descomposición de nuestra política tradicional a la que ya nada le da vergüenza.

Si la tuvieran -me refiero a la vergüenza-, el jefe del Partido Liberal, Horacio Serpa, no habría montado el numerito que armó cuando se sintieron “maltratados” porque el presidente no les nombró suficientes liberales en el nuevo gabinete. Su furia no tuvo límites: amenazaron directamente al presidente, y como si se tratara de un subalterno suyo y no del jefe de Estado le notificaron que pondrían de inmediato bajo revisión su relación con el gobierno. Es decir, que su tan cacareado apoyo al proceso de paz quedaba suspendido hasta tanto Santos no les diera la mermelada que ellos se merecían.

Lo sorprendente es que esta ira santa de los liberales, que no la ha desatado ni el descalabro en la salud, ni los asesinatos de líderes que abogan por la restitución de tierras, ni el robo de los alimentos para los niños necesitados o las muertes por hambre de bebés en La Guajira, la suscitó en cambio, una decisión presidencial totalmente legítima: el presidente, en buena hora, decidió no incluir el nombre del vicefiscal Perdomo en la terna a la Fiscalía y desistió –también, en buena hora- de nombrarlo en el Ministerio de Justicia. Ni a Gaviria ni a Serpa les importó que su candidato fuera un funcionario seriamente cuestionado por todos los sectores políticos y que su gestión estuviera hoy en el ojo del huracán de la opinión pública. La arrogancia casi feudal con que se comportan no les permitió tener en cuenta el hecho de que su candidato era impresentable.

Pero resulta aún más vergonzoso que sea Cambio Radical, cuya garosidad burocrática es bien conocida, el que resulte poniendo en su sitio al liberalismo y le exija una compostura ética que nunca ha puesto en práctica en sus propias toldas. Por eso, las declaraciones que dio el jefe de Cambio Radical, Rodrigo Lara, a El Tiempo, luego de la pataleta liberal, en las que invita a Serpa a subir su rasero ético para que “no presione al presidente por puestos porque eso no tiene ninguna presentación”, son en realidad un chiste y no un llamado a la transparencia.

No creo que el país haya tenido un vicepresidente con un poder burocrático como el que hoy detenta Germán Vargas quien funge casi como un presidente en ciernes. Su prueba máxima de poder acaba de hacerla hace unos días cuando le ganó el pulso a María Lorena y dejó a Santos sin su alfil más leal en la puja por la Fiscalía. Para el presidente no ha debido ser fácil sacrificar a su funcionaria más fiel por aceptar la imposición de su vicepresidente de ternar a Néstor Humberto para la Fiscalía, a sabiendas de que es un candidato muy cuestionado no solo por su cercanía con todos los poderosos de este país sino porque de llegar a la Fiscalía lo haría de la mano del poder amasado por el magistrado Leonidas Bustos, un oscuro togado, reconocido por haber puesto la justicia al servicio de la politiquería y quien hasta hace poco fue el brazo derecho de Montealegre. Esa cercanía le permitió convertirse en el gran poder burocrático que tras bambalinas maneja los hilos en la Fiscalía.

Si su candidato a la terna para fiscal no hubiera sido incluido por Santos, la ira vicepresidencial habría sido infinitamente más agria y amenazante que la pataleta protagonizada por Serpa y Gaviria. Muy probablemente el vicepresidente hubiera renunciado a su cargo para irse a hacer su campaña alineado con el uribismo, temor que le debe pesar al presidente Santos cada vez que pule su milimetría burocrática.

Está claro que con muy contadas excepciones, la clase política que acompaña al presidente Santos lo hace no porque crea en la necesidad de apoyar el proceso de paz, ni las reformas sociales, sino porque quiere su porción de mermelada. Y en el caso del vicepresidente, porque espera que él cumpla la promesa de apoyarlo para que él sea el próximo presidente. Esa es su única afinidad con Santos y su legado. Y si en el camino el presidente no le acepta sus condicionamientos, está listo a declararle la guerra.

El presidente Santos debería reaccionar frente a estas presiones con la misma audacia que le ha permitido llevar al país hacia el fin del conflicto, alejándonos de la guerra a la que nos había condenado el uribismo. Esta no es la hora de las concesiones, ni de las milimetrías burocráticas que a todos dejan insatisfechos. Es la hora de actos de poder contundentes, que le permitan ejercer el liderazgo que le dimos los colombianos cuando votamos por él, en la segunda vuelta. Dicen que Santos nunca se enoja, ni manotea en la mesa y que siempre mantiene la calma en medio de la tormenta. A lo mejor se ha llegado el momento de manotear la mesa.

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