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Un nobel sin paz

Este intento por abrir la democracia y encontrar una paz estable y duradera, paradójicamente, le está abriendo camino a un caudillismo de derechas que llegaría al poder en medio de una profunda crisis institucional y en un momento en que los pesos y contrapesos también han sido cooptados por la telaraña de la corrupción.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
2 de diciembre de 2017

De nuevo la paz se nos está escapando de entre los dedos de las manos, sin que ni siquiera nos demos cuenta. O a lo mejor es que desde que el Sí perdió el plebiscito la posibilidad de una paz estable y duradera era ya una quimera imposible de sostener en el tiempo, y solo hasta ahora esa verdad de a puño ha salido a flote.

Lo cierto es que a un año y tres meses después de la derrota del plebiscito, todos los intentos por relegitimar el acuerdo de paz han sido infructuosos: ni la inclusión de 176 propuestas hechas por el No ni la renegociación que aceptaron hacer las Farc en la que cedieron casi todo lo que se había acordado en el cónclave de fines de julio sirvieron para darle legitimidad al acuerdo de paz.

Ni siquiera un hecho histórico como la desmovilización de las Farc, que la oposición insistía en que nunca se iba a dar, pudo mitigar el déficit de legitimidad de lo acordado.

Por el contrario, mientras el Sí se desdibujaba, por cuenta de esa manera vergonzosa con que el presidente Santos siempre ha defendido los acuerdos -“esta paz no les va a costar nada”, era la consigna con que se la vendió a los empresarios-, el uribismo, en cabeza de Álvaro Uribe, pulía su mensaje apelando al miedo, al odio y a la estigmatización con un éxito arrollador.

Luego de ocho años de una oposición implacable, sin parangón en la historia colombiana, el país se ha derechizado profundamente en casi todos sus estratos. La cantidad de colombianos que cree que el país está al borde del castrochavismo crece como pan. La intolerancia frente a temas ya superados como los derechos sociales y reproductivos de la mujer y los derechos de los homosexuales es hoy un derecho adquirido, y la estigmatización ha vuelto a tener un espacio preponderante en el discurso político. Los congresistas que terminaron hundiendo las circunscripciones de paz, creadas para darles voces y representación a esas zonas azotadas por el conflicto, lo hicieron con el argumento de que esas curules no iban a ser ocupadas por las víctimas sino por los testaferros de las Farc. (En realidad, lo que querían hacer los políticos era preservar esos territorios solo para ellos).

Este Congreso que se acaba de terminar, decidió declarar a los trabajadores de derechos humanos personas non gratas y prácticamente los marcó con el rótulo de comunistas, para evitar que los ciudadanos de bien no se contaminen de su peligroso sesgo ideológico. Y mucho me temo que los padres de la patria van a hacer todo lo que esté a su alcance para impedir que los trabajadores de derechos humanos que han sido elegidos como magistrados de la JEP se puedan posesionar.

El triunfo de la narrativa del No ha terminado por convertir el acuerdo de La Habana en el reflejo de su dogma: después de la macheteada que le pegaron en el Congreso y en la Corte Constitucional, la JEP es cada vez una justicia solo para las Farc. Es decir, poco a poco hemos ido volviendo a la tesis sostenida por la seguridad democrática según la cual el único responsable de la sangre que ha corrido por el país son las Farc. (Ya los militares están diciendo que, con el reciente fallo de la Corte Constitucional, ellos también podrían ir de manera voluntaria a la JEP).

Este intento por abrir la democracia y encontrar una paz estable y duradera, paradójicamente, le está abriendo camino a un caudillismo de derechas que llegaría al poder en medio de una profunda crisis institucional y en un momento en que los pesos y contrapesos también han sido cooptados por la telaraña de la corrupción. El que diga Uribe será el dueño y señor de un país con una democracia fracturada y fragmentada, al que le va a interesar más extraditar a los jefes de las Farc que montar la JEP.

Tal como van las cosas, lo único que va quedando de la paz es el Nobel de Juan Manuel Santos.

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