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Volver al pasado

Una de dos: o la policía está amedrentada por los rastrojos en trujillo, o sigue existiendo la misma connivencia que había en los tiempos del alacrán.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
25 de enero de 2014

Hace dos meses fui a hacer un reportaje a Trujillo, Valle, para un libro de Fonade y me encontré de frente con la Colombia rural que nos dejó Álvaro Uribe y sus ocho años de seguridad democrática: un pueblo quebrado, con una cantidad de campesinos desplazados que aún están esperando ser reparados por vía administrativa y, lo más grave de todo, un pueblo sometido totalmente al poder de los Rastrojos.

Esta banda criminal heredó las estructuras de poder de los narcoparamilitares del norte del Valle, unos criminales que se ampararon en connivencia con el Ejército y la Policía de entonces para cometer una de las masacres más crueles y oprobiosas que nos debería avergonzar a todos los colombianos: la de Trujillo, que se produjo a lo largo de diez años –desde 1987 hasta 1997–, tiempo durante el cual asesinaron, de manera sistemática, a por lo menos 345 campesinos inocentes.

Había ido a Trujillo a finales de los noventa cuando la Corte Interamericana condenó a Colombia por esa masacre y conminó al Estado a reparar a las víctimas. Mi visita fue triste pero esperanzadora. Las víctimas sentían que por fin la Justicia les había llegado y que era hora de comenzar de nuevo, así muchas de esas mujeres nunca hubieran podido encontrar los cuerpos de sus hijos en el río Cauca. A Trujillo lo recordaba como un pueblo olvidado, sin puesto de salud, sin carretera a pesar de que quedaba a solo dos horas de Cali.

Ahora que volví lamentablemente es muy poco lo que ha cambiado. Vi la misma carretera destruida, los mismos huecos; la misma sensación de que había llegado al fin del mundo. Es evidente que la desmovilización de los paramilitares en 2005 no le trajo la paz a Trujillo, sino el rearme de un nuevo actor ilegal que hoy domina el pueblo de la misma forma como hace 25 años lo dominaba el Alacrán. La seguridad democrática le sirvió a Trujillo para pasar de los hombres del Alacrán a los de los Rastrojos. Desde 2006 esta banda criminal ha convertido a Trujillo en su cuartel de operaciones para librar desde allí una guerra a muerte con los Urabeños por el control del noroccidente colombiano, un corredor codiciado por las bandas para sacar la pasta de coca. A pesar de que van perdiendo la guerra porque cada día los Urabeños se les acercan más, hasta hoy Trujillo sigue siendo el fortín más poderoso de los Rastrojos.

Todos los comerciantes, los almacenes y los pocos hoteles que tiene Trujillo están obligados a pagarles un impuesto a los Rastrojos, y como ocurría en los tiempos del Alacrán, quienes no lo hagan saben que pueden terminar con un tiro en la sien. Los asesinatos se suceden de manera esporádica pero sistemática, como si nada hubiera cambiado en Trujillo. Y el que más ha conmocionado a la población ha sido el de Alba Mery Chilito, asesinada hace diez meses en su casa por un sicario de los Rastrojos. Ella era una de las ‘matriarcas’ de Trujillo que alzó la voz para denunciar los atropellos en las épocas del Alacrán a pesar del dolor que le produjo el asesinato de su hijo. Al parecer, el sicario entró a su casa y la rellenó de balazos. Cuando indagué con las ‘matriarcas’ con las que me entrevisté los móviles de ese asesinato, varias de ellas me contaron la misma historia: ella, Alba Mery, vivía al frente de una de las ollas de droga que tenían montados los Rastrojos. Todos los días pasaba en frente y los regañaba, hasta que fue a denunciarlos. Los Rastrojos la mataron a los pocos días. Y desde su asesinato las ‘matriarcas’ que sobrevivieron a los carros de la muerte del Alacrán ahora temen por su vida por cuenta del poder que han concentrado los Rastrojos. A los pocos días, el sicario de 15 años que la asesinó fue muerto de un balazo en plena plaza de Trujillo. Los muertos en la plaza fueron muy comunes en los noventa. Tenían por objetivo amedrentar a la población para que desistiera de cuestionar al poder de facto. Lo mismo están haciendo hoy los Rastrojos.

Lo más grave es que todo esto sucede en las narices del cuartel de la Policía, que queda en la mitad de la plaza de Trujillo. Los Rastrojos se pasean por allí en sus motos mirando quién va al pueblo. Y desde que uno llega siempre están detrás de uno, acechando, vigilando. Una de dos: o la Policía está amedrentada por los Rastrojos o sigue existiendo la misma connivencia que había en los tiempos del Alacrán entre estas estructuras mafioso-paracas y las autoridades del orden, relación que les permitió arropar sus crímenes con el manto de la impunidad.

Trujillo debería ser hoy el ejemplo de que el Estado colombiano sí puede ser eficaz en la reparación de las víctimas y sí tiene cómo asumir sus responsabilidades históricas. Pero hoy Trujillo es el reflejo de nuestras derrotas, de los estragos institucionales que nos dejaron ocho años de seguridad democrática y de la precariedad de las políticas del gobierno Santos.

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