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MAS COLERA QUE AMOR

Semana
10 de febrero de 1986

Lo he pensado mucho antes de decidirme a escribir la primera línea de estos comentarios. Sé muy bien a lo que me expongo. Porque en Colombia se ha vuelto peligroso decir que a uno no le gusta un libro de Garcia Márquez. Casi tan peligroso como viajar en bus.
De inmediato cae la ex comunión sobre la pobre cabeza de uno. Le lanzan unos anatemas como si fueran para Juliano el Apóstata. Lo miran de reojo como a un bicho extraño, una criatura curiosa, una mezcla de imbécil y marciano acabado de aterrizar.
Decir esas cosas es tan irrespetuoso como pegarle una pedrada en sus testículos de bronce al caballo de Bolivar. Es algo tan monstruoso e impío como ponerle una carga de dinamita a Nuestra Señora de Chiquinquirá.
Pero, en fin, es mejor arriesgarse que ser hipócrita. Entre otras cosas porque, como dice mi madre, uno engorda más a medida que se va tragando lo que quiere decir. Un etripado engorda más que dos libras de chicharrón.
Para decirlo sin más rodeos ni explicaciones, confieso humildemente, a titulo de simple lector que ejerce el sagrado derecho de dar su opinión, que he regresado de "El amor en los tiempos del cólera" invadido por una melancólica sensación de tristeza. Estoy decepcionado.
También existe la posibilidad de que, a quienes creemos que García Márquez es el más grande novelista vivo de la lengua castellana, nos esté pasando lo mismo que a Tántalo: que cada vez que aparece una nueva obra del escritor colombiano experimentamos una sed insaciable y un hambre invencible, y esperamos otro prodigio, esperamos que crezca el portento, esperamos que ese hombre sea capaz de vencerse a si mismo con cada libro. Es un suplicio, naturalmente, pero también es cierto que contribuyen a alimentarlo las casas editoriales modernas, que ahora lanzan las novelas con un estrépito publicitario de jabón de tergente, incluyendo músicos vallenatos, cantantes de baladas, promociones especiales y avisos que atraviesan las calles.
Lo que no me convence de "El amor en los tiempos del cólera" es su doloroso aspecto de catálogo. Parece un folleto como los que imprimen los almacenes de muebles para seducirnos con las excelencias de sus diferentes modelos: éste que tiene espaldar de mimbre, el otro que es de aluminio, aquel que viene con repujado de cuero. Gabito piensa que con el amor puede hacerse lo mismo. Convertirlo en fórmulas.
Volverlo un recetario: el amor entre el pobre y la rica, entre el rico y la pobre, entre el joven y la anciana, entre el anciano y la sardina lasciva, entre el muchacho inocentón y la zorrita que se las sabe todas porque ha jugado en diferentes corralejas.
El final es una colcha de retazos sentimentales, un edredón de flecos perdidos, de pasiones literarias dispersas, en que los protagonistas sólo sirven para que el autor nos demuestre que él sabe cuántas clases de amor existen entre los hombres, y por eso ocurre con esta novela algo insólito, inesperado y desgarrador:
que uno termina, por primera vez en la larga y maravillosa obra de Gabo, sin cogerle cariño a los personajes, porque pasan ante los ojos de uno pero no pasan por el corazón de uno. Porque no son aquellos incomparables seres a que Garcia Márquez nos tenía acostumbrados, seres de carne y hueso, graciosos, alocados, fascinantes. No. Los de "El amor" son como pequeños guiñoles en manos de un creador que los emplea, simplemente, para dictarnos su conferencia sobre el amor.
Este libro de pastas amarillas -y lo digo con un acento de nostalgia en el alma-huele a receta de cocina. Porque, al igual que las recetas, tiene todos los ingredientes pero no sabe a nada. Es un libro sobre el amor pero sin amor. Es un libro de Garcia Márquez pero sin Garcia Márquez.
Bueno: es probable que haya exagerado un poco en la última frase. La verdad es que la huella de un hombre, cuando es un auténtico literato, no desaparece de sus criaturas de la noche a la mañana. El escritor bueno no se vuelve malo. De la misma manera que el malo no mejora. "El amor" tiene algunas marcas inconfundibles porque, al fin y al cabo, es hi jo de su padre: la milagreria del lenguaje, el ritmo de oleaje de la poesía y algunos lamparazos de ese viejo humor negro de Gabo, como la escena ridícula y al mismo tiempo sublime en que un prohombre, vestido con chaleco de lino y leontina de oro, se descoñeta la vida por andar alcanzando un loro en un palo de mango.
Cuando uno cierra la última página, y hace golpear sonoramente las tapas, le queda por ahi, jugueteando entre el corazón y la cabeza, la impresión de que éste es otro Garcia Márquez, más maduro-si se quiere-que aquel loco genial de hace veinte años, pero menos natural. No sé por qué, pero me parece que esta novela fue escrita bajo una nueva sensación, la de saberse Premio Nobel, la de sentir una enorme responsabilidad sobre los hombros, con una seriedad de estreno.
Yo, para mi gusto personal, prefiero al mago de antes, el que escribia a carcajadas, divirtiéndose, sin sentirse obligado con los caballeros de la Academia Sueca ni con los criticos de Nueva York, el mismo hombre que un dia dijo: "Sólo escribo para que mis amigos me quieran más".
¿O será que Garcia Márquez se siente obligado a escribir y a publicar? Si ese es el caso, valdría la pena recordar ahora la memoria de Rulfo, muerto hace pocos dias, en olor de santidad literaria, con sólo dos libros a cuestas. Una vez le pregunté, en México, a qué se debia su silencio de treinta años. Y el dulce viejo, con su vocecita timida, me contestó: "Es que no tengo nada más que decir...". --

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