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Más que diciendo, se aprende y se enseña haciendo

Es muy fácil hablar y decir cómo deberían ser las cosas. Pero antes de decir a los demás que cambien, tenemos que hacerlo nosotros mismos.

Ximena Sanz De Santamaria C.
22 de enero de 2013

El aprendizaje es un proceso complejo por el que pasan todos los seres humanos desde que nacen, hasta que se mueren. Sin duda el aprendizaje es más evidente en la niñez porque es en la edad temprana cuando se deben aprender funciones básicas como controlar esfínteres, gatear, caminar, hablar, vestirse solo, normas sociales –como no poner los codos en la mesa, comer con la boca cerrada, saludar, dar las gracias y pedir el favor-, entre muchas otras. De ahí que la relación padres-hijos cobre tanta importancia para enseñar y aprender a través de lo que se hace, más que a través de lo que se dice.

Muchos padres llegan al consultorio angustiados por sus hijos: “No sabemos qué más hacer con los niños”, dice la gran mayoría en la primera consulta. Sin importar la razón, es decir, si es porque les está yendo mal académicamente, porque no comen suficiente, porque no tienen amigos, porque son agresivos, porque no hacen caso, etc., todos llegan angustiados porque no ven una salida clara. Y más grave aún: porque llevan semanas y meses buscando, sin ningún éxito, respuestas a preguntas como “por qué mi hijo/a será así” y “cómo hago para que se corrija”, sin caer en cuenta que el problema no está en encontrar respuestas a estas preguntas, sino en que las preguntas son equivocadas.

Llegaron al consultorio unos padres muy preocupados por su hija de 11 años debido a que, según ellos, ella era una persona con una muy baja tolerancia a la frustración. La describieron como una niña inteligente, con un buen desempeño en el colegio, con facilidad para hacer amigas y amigos, buen miembro de familia y buena relación con sus hermanos. Pero consideraban que era demasiado perfeccionista y que por eso no le gustaba enfrentarse a ningún reto nuevo: “Si no logra hacer algo perfecto la primera vez, se muere de la rabia, no vuelve a intentarlo, y no hay manera de convencerla que vuelva a ensayar. Eso nos preocupa porque se está perdiendo de muchas cosas y en el colegio ha empezado a bajar el rendimiento en algunas materias porque ha tenido dificultades”.

Después de escuchar durante media hora su visión sobre el problema de la hija, les pregunté qué hacía cada uno de ellos, qué profesión tenían, cómo eran sus rutinas diarias, qué planes hacían los fines de semana, cómo era la relación con sus hijos en general y cómo estaban intentando ayudar a su hija en el manejo de “la baja tolerancia a la frustración”. Sus respuestas fueron poniendo en evidencia que ambos eran personas muy exitosas profesionalmente, siempre habían sido muy disciplinados, y que además eran muy exigentes consigo mismos y con sus hijos. En algún momento del relato el padre dijo: “Los dos somos muy perfeccionistas y yo creo que eso lo han visto nuestros hijos”. Ahí estaba la respuesta que llevaban buscando durante meses: en su propio comportamiento.

Si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiar tú, decía Gandhi. En alguna ocasión una paciente, al comienzo de su proceso, me decía que le aburría esa frase porque aunque sonaba muy bonita, era muy difícil ponerla en práctica. Cierto. Sin embargo, al terminar el proceso, en la última cita, habiendo alcanzado los objetivos que se había puesto en la primera cita, me dijo sonriendo que finalmente se había “reconciliado” con la frase de Gandhi: “La pude poner en práctica y aunque no es tan fácil, tampoco es imposible como yo pensaba antes”.

Pedirles a los demás que cambien, que hagan las cosas de otra manera, corregir a otras personas, es muy fácil; sobre todo cuando para quien corrige es evidente que el otro está equivocando. Eso es algo que los padres hacen con mucha frecuencia, sobre todo cuando sus hijos son pequeños: corregirlos para que aprendan “lo bueno” y “lo malo”, para que “se porten bien”. Esta es parte de su labor, y sin duda una parte muy importante de la responsabilidad que tienen como educadores. De lo que no se dan cuenta es que para sus hijos lo que ellos hacen es una fuente de aprendizaje mucho más fuerte y eficaz que lo que les dicen. Por esta razón, es imposible pretender que una niña de 11 años deje de ser perfeccionista con sólo decírselo, cuando ella observa diariamente que ellos no se acuestan en la noche hasta no dejar sus tareas perfectamente hechas, que llegan a la casa de mal genio cuando la presentación en una reunión no les salió perfecta, que regañan a sus hijos cuando las notas no son excelentes, y muchas otras cosas de esta misma naturaleza. Para esa niña –como en general para cualquier otra-, la fuente de mayor aprendizaje es el ejemplo que le dan sus padres con lo que hacen –o dejan de hacer-. Y eso que ella observa es lo primero que se refleja en su comportamiento.

“Ya entendí por qué desde la primera cita nos dijiste que seguramente no conocerías a nuestra hija: porque el trabajo lo teníamos que hacer nosotros. Sin duda ella ha cambiado, pero creo que a quienes nos ha tocado replantearnos muchas cosas y empezar a trabajarnos es a nosotros”, me dijo la madre en una de las últimas citas. Decía estar muy cansada porque la terapia le estaba implicando mirarse a sí misma, ser consciente de sus actos, de su comportamiento, de la importancia de trabajar en ser coherente con lo que piensa, dice y hace; pero que al mismo tiempo se sentía muy contenta porque estaba viendo el resultado de su esfuerzo.

La relación padres-hijos es posiblemente el ámbito en el cual se hace más evidente y se puede ver con mayor facilidad cómo los seres humanos les pedimos a otros que se comporten diferente sin ser conscientes que nosotros tenemos esos mismos comportamientos y nos es tan difícil cambiarlos. Para estos padres ha sido un ejercicio exigente, pero también fascinante, ver cómo todo lo que hacen, o dejan de hacer, tiene una repercusión  directa sobre sus hijos. Y en el caso de su hija han podido comprender que la mejor manera de ayudarle a cambiar su actitud perfeccionista es cambiando ellos esa misma actitud, es decir, demostrándole en la práctica, con su ejemplo, que aún cuando no obtienen los resultados perfectos que esperaban, pueden seguir disfrutando de la actividad o del trabajo que están haciendo.

Esto mismo vale para cualquier relación –padres-hijos, pareja, amistad, laboral-: para poderle pedir a otra persona que cambie, el primero que tiene que ser capaz de hacer el cambio que le pide al otro es justamente quien lo pide. Es muy fácil hablar y decir ‘en teoría’ cómo deberían ser las cosas, cómo se deberían comportar los demás y en general cómo tendría que funcionar el mundo. Eso lo puede hacer cualquiera porque en teoría todo es muy sencillo. Pero como la distancia entre la práctica y la teoría es tan grande, antes de decirles a los demás que cambien, tenemos que hacerlo en nosotros mismos.

*Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga-Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com