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La muerte del rey león

La muerte de Cecil, de un oso perezoso o de cualquier toro masacrado a ritmo de pasodoble en una plaza no puede ser defendida como un derecho de nadie.

Semana.Com
5 de agosto de 2015

Cecil era un león magnífico. Era famoso por su espléndida melena negra. Por eso y porque fue relativamente amigable: permitía que los turistas se acercaran a su manada –dos hembras y doce cachorros– hasta unos prudentes 10 metros. Tenía trece años y era el felino más querido del parque Hwange, en Zimbabue. Era… porque lo mataron en ese ejercicio moralmente imperdonable que se llama ‘cacería deportiva’.

El asesino de Cecil es un odontólogo gringo llamado Walter Palmer. Este señor, haciendo gala del coctel más letal que puede caracterizar a un ser humano –soberbia, ignorancia y plata– pagó 55.000 dólares para darse ‘el lujo’ de matarlo. Dos mercaderes de la cacería pagados por él condujeron al león fuera de los límites protegidos del parque, lo pusieron a su alcance para que con un arco y una flecha finísimos, a una distancia segura y bajo la sombra, lo dejara malherido. El león caminó en agonía durante dos días hasta que el grupo de ‘deportistas’ pudo rematarlo con una pistola, raparle la melena y cortarle la cabeza.

La indignación mundial ha sido impresionante. El gobierno de Zimbabue –seguramente sin éxito– pidió a míster Palmer en extradición para juzgarlo por cacería ilegal; en Minnesota, donde vive Palmer, la gente rodea la clínica odontológica de la cual es dueño y lo obligaron a cerrarla; hasta el edificio más emblemático de Nueva York –el Empire State–, iluminó su fachada con animales en vías de extinción; para rematar, en los periódicos y en las redes sociales su nombre es uno de los más despreciados y atacados. Son síntomas de que la humanidad está reaccionando hacia la exigencia de la compasión y el respeto por los otros seres que pueblan esta Tierra.

Con la muerte del león Cecil todos perdimos: la humanidad perdió otro león más; el parque Hwange se tuvo que despedir de su felino más amado; míster Palmer echó por la borda su tranquilidad y tuvo que salir a decir que no sabía que su presa era famosa y los doce cachorritos de Cecil están amenazados de muerte: según las leyes del mundo salvaje, el segundo miembro del grupo en jerarquía –su hermano Jericó– buscará matar a los hijos de Cecil para establecer una nueva manada. Así de delicado es el equilibrio natural. La muerte de un ser de la naturaleza no es sólo la muerte de un ser de la naturaleza.

La ciencia también perdió. La universidad de Oxford investigaba desde 2008 a varios leones a través de dispositivos GPS. Cecil era uno de ellos. De los 62 ejemplares que fueron etiquetados para observar sus desplazamientos, 34 han muerto, 24 de ellos fusilados por ‘deportistas’ del tipo Palmer. Es más, al momento de escribir este artículo las autoridades de Zimbabue investigan la posible muerte de otro león en las mismas circunstancias. Los cazadores son responsables de la muerte del 72% de leones en los safaris del África.

La caza deportiva es uno de esos lastres de barbarie que la civilización todavía tiene que soportar. Consiste en creer que los humanos somos dueños de la naturaleza y que por lo tanto podemos disponer, para nuestro placer, de la vida o del sufrimiento de otras especies; es suponer que el dinero permite comprar lo que por derecho es de todos; es de matar gratuitamente, sin necesidad de defensa y sin hambre.

La caza deportiva, en determinadas condiciones, puede ser válida desde un punto de vista legal pero es absolutamente inmoral e indigna para el hombre. Es la concretización, disfrazada de acción deportiva, de tradición o ‘cultura’–y en muchos casos adornada con un gran estatus social–, de una agresión desinhibida y de una profunda falta de compasión. Esta hecha de la misma materia que el toreo, los circos con animales y las peleas de gallos o de perros.

Y ojo porque la tal caza deportiva no se circunscribe a las estepas del África o a las plácidas praderas europeas. De manera extra legal en Colombia se cazan jaguares, lapas, dantas, chigüiros, borugas y muchas variedades de aves y miquitos. Muchos de ellos, con el fin de ser comercializados, mueren mutilados, sedientos, desangrados en sus trampas. Afortunadamente ningún club de caza en el país avala estas prácticas, pero las redes de corrupción y el dinero que mueve este negocio están acabando con nuestra fauna silvestre.

La muerte de Cecil, de un oso perezoso o de cualquier toro masacrado a ritmo de pasodoble en una plaza no es una cuestión de que pueda ser defendida como un derecho de nadie. No es un problema entre mayorías y minorías. Tampoco es un debate sobre arte o tradición cultural. De si el dinero permite comprar todo o de si la propiedad legal sobre un animal otorga derechos para propinarle dolor. No lo es porque esta no es una discusión sobre los humanos sino sobre ellos, los otros seres que comparten el planeta. Por el hecho de existir los animales se han ganado una dignidad intrínseca y el derecho a que, por lo menos, no sean sometidos a tortura o a muerte por placer.

Ya es hora de que el hombre entienda que no es el centro del Universo ni el dueño de este planeta.

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