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Me fascina Clinton

Clinton está a punto de terminar su segundo período como el presidente demócrata más popular después de Roosevelt. Y es un churro

Semana
25 de septiembre de 2000

Un excelente recuento histórico de Alvaro Tirado Mejía en El Espectador nos exalta la trascendencia de la visita del presidente Clinton a Colombia, como la más importante que un mandatario norteamericano haya hecho a nuestro país. Que por lo demás, han sido bastante escasas: Roosevelt visitó a Cartagena durante la presidencia de Olaya Herrera, Kennedy estuvo en Bogotá cuando Alberto Lleras, Carter cuando Pastrana y Reagan cuando Betancur (claro que esa visita casi no vale, porque Reagan pensó todo el tiempo que estaba en Bolivia). Y finalmente Bush estuvo en Cartagena bajo la presidencia de Barco.

Esta no sólo significa la protocolización de la normalización de las relaciones con Estados Unidos, después de haber pasado la bobadita de cuatro años de gobierno bajo un presidente sin visa. Sino que también significa que lo del Plan Colombia va en serio, porque además, el hecho de que dentro de la comitiva de Clinton haya congresistas de los dos partidos puede interpretarse como la garantía de que la ayuda y el interés de Estados Unidos en Colombia se prolongará independientemente de cuál sea el próximo presidente.

Con excepción de la guerrilla, para la que por fin aparece un reto —el Plan Colombia— capaz de sacarlos de casillas; de algunas ONG y de algunos sindicatos recalcitrantes, los colombianos estamos felices con la visita de Clinton y por primera vez en varios años nos sentimos acompañados en medio de las desgracias que nos aquejan.

Pero como en pocos días ya estaremos saturados de los análisis inteligentes y serios acerca de las implicaciones de la visita de Clinton a nuestro país, yo quiero dar otra visión, una estrictamente femenina, de esta memorable ocasión.

Una amiga mía me contaba el otro día que se puso a llorar con la noticia de la visita de Clinton. Y no era para menos. En medio de tal cursilería no sólo existe el alivio de que nuestros problemas estén trascendiendo por fin nuestras fronteras, sino la ilusión deliciosamente light de tener tan cerca, ya no a Clinton, sino a Bill.

Porque debo confesarlo: a mí me fascina Clinton. Ese hombre provinciano que llegó con cara de monito desteñido a la Casa Blanca está convertido en un lord peliblanco, distinguido y sereno, frente al cual no deja de sorprender que lleve ya ocho años siendo el dueño del mundo, que hubiera sido presidente a los 45 y que vaya a ser ex presidente a los 53.

A pesar de que me considero una zanahoria y una mujer muy chapada a la antigua, encuentro encantadores los contrastes de Clinton. Principalmente el del estadista mujeriego y descontrolado, el adúltero impenitente. Una personalidad, en fin, que combina la brillantez con la picardía y el riesgo, una combinación que históricamente ha demostrado ser infalible frente a las mujeres.

En el libro El primero de la clase, su autor, David Maranis, dice que Clinton nació con estrella, eso que los gringos llaman ser un winner. De ahí esa magia que irradia hoy en la Casa Blanca. Como colegial se hizo famoso por ser el primero de la clase. Como universitario existe la anécdota de que en un año de estadía en Oxford se leyó 270 libros. Porque esa es una faceta hasta desconocida de Clinton: es un hombre culto, a diferencia de muchos de sus antecesores. Gabo, a quien Clinton profesa una enorme admiración, me contó alguna vez que duró toda una comida hablando con Clinton acerca de sus libros, que el presidente de Estados Unidos realmente se había leído.

Pero lo más sorprendente de Clinton es que por cuenta de haber colocado durante estos ocho años a la economía de Estados Unidos en su más prolongado ciclo de prosperidad, esté a punto de terminar su segundo período como el presidente demócrata más popular de la historia después de Roosevelt. Ya nadie se acuerda de la Lewinsky. Al punto de que le han comenzado a cancelar sus contratos de relacionista pública que le dieron en plena época del escándalo con el presidente.

Pero además de sus evidentes atractivos físicos su personalidad cálida y su capacidad de comunicarse con la gente lo hacen aún más encantador. En su reciente discurso en la convención demócrata en Los Angeles, Clinton demostró que ni Bush ni Gore le llegan a los tobillos como oradores. Hace poco la revista Newsweek comentaba que va a dejar una larga sombra difícil de borrar en muchos años.

Pero ya me puse seria otra vez. A mí lo que me pasa es que Clinton me parece un “churro”, un “papazote”. Y punto.