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Medellín no es soberana

La capital antioqueña tiene avances notables en materia de inversión social, infraestructura y educación, por destacar algunos, pero persisten las estructuras ilegales locales. ¿Por qué?

Juan Diego Restrepo E., Juan Diego Restrepo E.
8 de abril de 2015

Medellín no ha podido erradicar el control territorial que ejercen las bandas armadas en varias de las comunas de la ciudad, sobre todo en aquellas donde este fenómeno ha sido histórico. Hay barrios en la capital antioqueña a los que un ciudadano cualquiera no puede llegar libremente a caminar sus calles porque es abordado, de inmediato, por jóvenes que preguntan quién es, para dónde va, a quién conoce.

En la llamada ‘capital de la innovación’ se perdió el derecho que tenemos los ciudadanos a transitar libremente por cualquier parte de la ciudad. Y no es por un mero asunto de inseguridad, es decir, por el temor a ser despojado de alguna pertenencia, se trata de una restricción que se impone a todo desconocido en su deseo de movilidad. En todo ello se revela una práctica arbitraria que el Estado local ha sido incapaz de romper. Y no es un asunto reciente, podría decirse que se ha impuesto en dos últimas décadas.

Cuando se trata de ingresar a varias comunas a buscar alguna historia, a tomar algunas fotografías o, simplemente, a conocer algunos de sus sectores, se debe conocer a alguien que viva o trabaje en ellos, sea consciente de las dinámicas de control territorial e identifique a quienes “ejercen” el poder local. No saber estas claves genera un alto riesgo para la seguridad personal.

Lo que se ha incubado en Medellín es un orden alterno regulado por las bandas armadas. Poco a poco, desde comienzos de la década del noventa, fue imponiéndose. Primero, con rostro de milicias urbanas afines a grupos guerrilleros; luego con encapuchados ligados a estructuras paramilitares; ahora con caras de bandas criminales en las que predomina la codicia.

Dice el escritor Jean-François Gayraud que “todo orden es, ante todo, territorial”. En el caso de Medellín es imposible separar orden y territorio. Eso se refleja en decenas de barrios de la ciudad, a donde es difícil ingresar libremente. La férrea defensa del territorio que ahora impera en la ciudad ocasiona una mirada escrutadora contra todo aquel que sea desconocido, lo que se convierte, según el autor francés, en “el origen de la mayoría de los comportamientos de agresividad”.

Ese orden al que hago referencia, y su fuerza, no es efectivo si por lo menos no se cumple una condición: el arraigo de los miembros de las bandas. Cuando se ausculta a los jóvenes que integran estos grupos armados, se descubre su afincamiento a aquellas calles que patrulla, vigila, controla. “Aquí no va a venir nadie a monopolizarnos, aquí nací yo y mucha de mi familia”, es una de las frases que más se escucha entre los jóvenes que hacen parte de las bandas y que ilustran su sentido de pertenencia.

La literatura del crimen organizado sugiere que a mayor debilidad del Estado e incapacidad para imponer su orden, surgen entonces grupos armados ilegales capaces de reemplazarlo y enfrentarse con otros con el fin de que la zona en la que permanecen y protegen se cumplan sus reglas. Por ello es tan compleja la presencia de extraños, pues mientras se mantenga este estado de cosas, la regulación social cotidiana se impone. Y eso es lo que se siente cuando se visitan algunos barrios donde la soberanía está en juego.

Por ello no me equivoco cuando afirmo que Medellín no ejerce una soberanía plena sobre el territorio, ese pulso, en algunas zonas, se lo ganaron bandas criminales de diverso tipo. Puede que disminuyan los homicidios y se registren menos delitos de impacto social (robo de autos y motos, atracos callejeros), pero el control armado urbano, que somete al ciudadano a unas reglas alternas a las constitucionales, permanece y ahí es cuando pienso que la capital antioqueña está frente a un fracaso rotundo de las políticas de seguridad.

Al hablar del crimen organizado, investigadores como Luis De La Corte y Andrea Giménez-Salinas conceptúan que se puede hablar de “fracaso estatal” en la lucha contra estas estructuras ilegales cuando “los Estados no aciertan a cumplir algunas de sus funciones características, como proteger a sus ciudadanos o hacer prevalecer un sistema adecuado de justicia”.

El problema es que cuando el Estado es débil o se ausenta de aquellas áreas donde no alcanza a estar o no las tiene priorizadas, los criminales, dicen este parte de investigadores, pueden organizarse para “usurpar las funciones estatales insatisfechas (sobre todo las relacionadas con la protección y el mantenimiento del orden) y administrarlas conforme a criterios puramente comerciales, es decir, ofreciéndolas sólo a los ciudadanos dispuestos a pagar por ellas”.

Lo paradójico de Medellín es que en los últimos años se han realizado significativas inversiones en áreas como la educación y la recreación, pero este tipo de aportes e inversiones no logran romper esas cadenas de control ilegal que tienen eslabones históricos y cuyo peso aún es difícil de sobrellevar. Por el contrario, pareciera que las estimulara a continuar en la ilegalidad, al parecer resulta más rentable.

Una de las razones por las cuales en la ciudad se han logrado disminuir las cifras de homicidios debe buscarse en estos controles territoriales establecidos. Gayraud considera que “la violencia es síntoma clásico de la inestabilidad territorial”. Es decir, entre mayor consolidación haya de grupos armados ilegales, menor será la violencia.

El miedo de muchos de estos jóvenes incorporados a bandas armadas es que se pierda la estabilidad territorial y surjan las disputas entre unos y otros, por ello imponen sus controles arbitrarios, restringen la movilidad ciudadana libre y espontánea y reclaman mayor obediencia. Todo ello configura una inaceptable pérdida de soberanía urbana que pocos quieren admitir, pero que se palpa en aquellas calles donde uno es un extraño… un extraño en su propia ciudad.

En Twitter: jdrestrepoe
(*) Periodista y docente universitario

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