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Festejos populares

No me refiero a los de la Vírgen, el joropo, las corralejas o al reinado de la panela. Me interesan las mingas, los festivales de palo y piedra, los bloqueos de vías

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
23 de noviembre de 2017

Hace poco ante un auditorio de empresarios el presidente Santos hizo coincidir su discurso, que fue excelente, con la transmisión en directo de la ceremonia celebrada con motivo del primer embarque de aguacates a los Estados Unidos. Cosechó merecidos aplausos. Pero a riesgo de parecer aguafiestas me siento obligado a señalar dos cosas.

Como el Tratado de Comercio que abre el mercado de ese país para muchos productos del agro colombiano entró a regir en el 2012, es incomprensible la demora para acordar los protocolos sanitarios que hacen factible la exportación de alimentos frescos, especialmente de aguacate, respecto del cual nuestra contraparte carece de producción y, por ende, no tiene que afrontar los poderosos lobbies que se suelen movilizar para impedir el comercio. Me dicen que la debilidad crónica (existía en mi época) de las autoridades colombianas, tanto en sus capacidades técnicas, como en sus escasas habilidades para entenderse en inglés con los gringos, explican que solo ahora podamos acceder a un mercado tan promisorio.

La otra es más grave. Para poder llegar desde la zona de los cultivos al puerto de embarque fue menester -lo sé de fuentes fiables- una compleja operación logística, tanto terrestre como aérea, con apoyo de la Fuerza Pública a fin de superar un bloqueo indígena, reducir las demoras derivadas de un derrumbe y prevenir otras contingencias (un retén para recolectar fondos para los bomberos, una procesión fúnebre o cualquier otro evento “macondiano” que perturbe la movilidad).

Como el Estado no puede ofrecer estos apoyos de manera regular a todos los exportadores, la factibilidad de la exportación de aguacates (y de casi todo lo demás) seguirá siendo bajísima. De nada le sirve al empresario producir bienes excelentes y conseguir compradores adecuados en el exterior si su mercancía llega tarde al puerto de embarque por factores que no está a su alcance resolver. Que pierda el embarque es lo de menos; lo demás es que se esfumen el mercado, las cuantiosas inversiones realizadas para montar el negocio y -pequeño detalle- los empleos asociados a las cadenas de valor que se inician en la plantación o la factoría.

Estas obviedades es necesario decirlas por cuanto la frecuencia y severidad de esos festejos populares están subiendo de punto, bajo el supuesto, a mi juicio inadmisible, de que en el llamado “postconflicto” la conflictividad social será mayor ¡No puede ser que estemos construyendo una mejor red vial para usarla a medias!

Escandaliza que bajo una “legalidad alternativa”, quizás muy Habanera, ahora se acepte “negociar” los secuestros de integrantes de la Policía. Tan normal resulta ahora que su connotación delictiva ha desaparecido del imaginario colectivo. A los noticieros interesa el desarrollo de las conversaciones para liberar a los secuestrados. Y como estas conductas no se sancionan, ciertas comunidades indígenas sienten que mediante “mingas” -un mecanismo muy nocivo para quienes carecemos de esa entidad étnica, o sea más del 96% de la población-, y privaciones de la libertad a servidores públicos, pueden exigir del Estado Colombiano unos supuestos derechos que les habría concedido el Rey de España en el siglo XVIII…

No conozco los detalles pero es sabido que los paros y bloqueos se gestan para hacer cumplir los compromisos asumidos y no cumplidos por las autoridades en la movilización anterior. Si eso fuere verdad, habría que decir que no se negocia con seriedad, y que por eso las reclamaciones, así fueren legítimas, no se resuelven sino que se aplazan.

No ignoro que el derecho a la movilización y manifestación del pueblo son un derecho fundamental siempre que se actúe de manera pacífica. Me resisto a creer que el bloqueo indefinido de las carreteras cumpla con este requisito, y menos aún si el objetivo que se persigue no es la exigencia de un derecho sino extorsionar a las autoridades para que lo concedan. En este contexto resulta pertinente acudir a las disposiciones del Código de Policía (sí señor los países democráticos los tienen; en las tiranías son superfluos). Allí se lee que son principios fundamentales, que la autoridad policial debe tutelar, “la solución pacífica de los conflictos” y “el respeto al ordenamiento jurídico y a las autoridades legítimamente constituidas”.

La ley estatutaria de la JEP contempla generosas amnistías a favor de quienes hayan ejercido, antes del 1 de diciembre pasado, violencia contra servidores públicos, causado lesiones personales o realizado motines, tumultos o disturbios. Sea ello en aras de la paz aunque, sin duda, las Farc pretenderán que estos benévolos tratamientos se apliquen igualmente hacia el futuro. Por el contrario, lo que muchos quisiéramos oír del Gobierno -de éste o del futuro- es que la red vial es un bien público por excelencia y que acceder a ella es un derecho fundamental que nadie puede impedir.

Termino diciendo que cuando las autoridades del Estado incumplen o cumplen mal la obligación primordial de preservar el orden público, se gesta una dinámica política pendular que puede llevar a que los ciudadanos respalden opciones autoritarias que son tanto o más perniciosas que la laxitud imperante.

Briznas poéticas. En el borde de lo indecible, Fernando Pessoa, grande de Portugal: “Por sobre el alma el aleteo inútil/ de lo que no fue, ni puede ser y es todo”.

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