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10 de noviembre de 1997

Por estos días estaba pensando que es una infamia que los bogotanos vivan en la ciudad en que ha terminado convertida esta capital, que a juzgar por las fotografías y los cuentos de los viejos fue un vividero delicioso, amable, vivo, bonito y bohemio, digamos que hasta el 9 de abril, o de pronto más tarde, por ahí hasta comienzos de la década de los 60. Le atribuyo el caos capitalino, sin dudarlo un segundo, a la clase dirigente que la ha manejado. Hay que hacer la salvedad de que los fenómenos de corrupción, principales generadores del esperpento, no son exclusivos de Bogotá, y en esa medida habría que hacer la tímida aclaración de que no son un fenómeno único. Lo cierto es que Bogotá da vergüenza. La pena es que los organismos de planeación, que son la médula del desarrollo ordenado, la garantía del espacio público generoso, del respeto por la arquitectura histórica y de la lógica del crecimiento futuro han sido un nido de ratas al que acude cualquier comerciante para construir el proyecto más rentable que su necesidad económica le indique y se le autoriza hacerlo en el lugar de la ciudad que le dé la gana, mediante el expediente criminal de pasarle un billete por debajo de la mesa a un funcionario corrupto. Ni los más honrados directores de Planeación han logrado erradicar del todo el mal, aunque me dicen que la cosa ha mejorado. Ojalá sea así. Hago parte de una asociación de vecinos cuyos aportes se dedican casi con exclusividad al pago de un abogado que tiene como misión única no moverse de las oficinas donde se autorizan los proyectos arquitectónicos para impedir que se aprueben construcciones contra la ley, y aún así los goles se suceden. Esa mezcla de corrupción e ineptitud es la que tiene a Bogotá demasiado lejos de lo que la gente debe exigir de una ciudad medianamente decente. La malla vial está atrasada un cuarto de siglo, los huecos de las calles son tantos que ameritan convertirse en atracción turística, los urbanizadores piratas llevan de cabestro a la administración para que entregue servicios caros y caóticos en sitios absurdos, hay que racionar el agua porque no supieron hacer las obras, la atención en la ETB es de locos (llevo un mes y medio con una línea dañada, y el proceso para que la arreglen haría babear de la envidia a Kafka), y ya se habla de que el fantasma del Guavio y de la guerrilla se va a posar sobre Bogotá en forma de racionamiento.Por eso hay que hacerle justicia al homenaje que el destino le hace a Bogotá, como la síntesis perfecta de lo que han logrado hacer de la capital sus orientadores: una inmunda, pestilente, nauseabunda, hedionda, asquerosa montaña de desperdicios de toda clase, desde los más escatológicos utensilios del hogar hasta los más peligrosos residuos hospitalarios de enfermedades aún sin descubrir, todo eso, se derrumbó en cámara lenta sobre las casas de la gente estupefacta, como diciéndole: "Usted no vale nada". Propongo que decretemos esa hediondez como nuestro símbolo, con todo su olor, sus infecciones, sus enfermedades y, por supuesto, sus muertos.No tengo idea de administración pública y por lo tanto no sé si la administración Mockus-Bromberg ha sido exitosa o no en el manejo eficiente de las empresas públicas. Pero entre todas es la que más ha puesto la mirada en el ser humano. Es una lástima que el alud de basura se le haya caído encima, pero de pronto así la campaña educativa en que han estado empeñados cobije no solo a los ciudadanos sino también a los dirigentes.Ojalá Enrique Peñalosa nos saque de este drama, o por lo menos empiece el largo camino por convertir a Bogotá, no digamos en lo que fue, que es mucho pedir, sino en un lugar donde no se ofenda tanto la existencia de la gente como ocurre en Doña Juana, ciudad que recibe su nombre del relleno sanitario sobre el que está construida.

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