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Movilidad social

Es por eso que lo de Carimagua es significativo. Ilustra una política de largo aliento, que no es sólo de este gobierno, sino que ha sido la de todos los de los últimos 40 años

Antonio Caballero
23 de febrero de 2008

El escándalo armado en torno al caso de Carimagua, la finca de 17.000 hectáreas de propiedad del Estado adjudicada hace cuatro años a familias de desplazados sin recursos, pero ofrecida luego en alquiler por el ministro de Agricultura a ricos empresarios agroindustriales amigos del gobierno, ha servido para sacudir un poco la indiferencia de los medios de prensa y de la sociedad en general frente a la inmensa tragedia (y el inmenso problema) de los campesinos desposeídos y expulsados de sus tierras por la violencia. Son cuatro millones de personas: la décima parte de la población colombiana, según la Codhes (Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento). O sólo dos millones, según el Registro Único Oficial de Población Desplazada (Rupd) del gobierno. O apenas 600.000, según las cifras del siempre optimista y siempre inverosímil Dane. Cuatro millones, o tal vez sólo dos (porque registrarse en el Rupd es dificilísimo: se necesitan hasta cartas de recomendación de los desplazadores), de los cuales un millón eran propietarios de fincas y son hoy jornaleros e indigentes de semáforo, o viven de eso que se llama eufemísticamente "el sector informal" de la economía: desde el rebusque hasta la delincuencia. El problema (la tragedia) representa "un estado de cosas inconstitucional", según sentencia ya añeja de la Corte Constitucional. Y sigue reproduciéndose: cada año siguen abandonando sus casas y huyendo de sus regiones más de 200.000 personas (de 463 municipios distribuidos en 32 departamentos). Más de la mitad de esos desplazamientos forzosos se han producido en los seis años que tiene de vigencia la política de "seguridad democrática". Es un éxodo que no cesa, porque no han desaparecido los agentes que lo provocan: las guerrillas, los paramilitares, y los envenenamientos de tierras por las fumigaciones de cultivos ilícitos por parte del gobierno.

Se calcula que en los últimos diez años, desde que fue reconocida por una ley del Congreso la existencia del delito de "desplazamiento forzoso" (pues el de ''desaparición forzosa" no ha sido tipificado todavía), a esos pequeños propietarios del campo los han despojado de entre cuatro y seis millones de hectáreas de tierra. Y el Incoder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural) les ha entregado, como reparación tardía por el expolio, 54.563 hectáreas, de las cuales se han beneficiado unas 5.000 familias: la centésima parte de lo robado.

¿Quién se quedó con el resto? Los narcoparamilitares, los para-políticos que van detrás de ellos comprando a menos precio fincas abandonadas de viudas o de huérfanos o adueñándose de las que no tienen en regla los papeles del catastro. Pero, como razona el Ministro de Agricultura, es una suerte que así sea. Porque las viudas y los huérfanos no tienen los recursos necesarios para desarrollarlas; y en cambio los agroindustriales del aceite de palma, los bananeros, los madereros, los latifundistas ganaderos, los amigos del gobierno, sí los tienen. O se los da el gobierno.

Que no los tiene, en cambio, para mantener como instrumento de desarrollo agrario la granja experimental de Carimagua, la de Tibaitatá, otras cuantas que se crearon hace más de cuarenta años. Pues la pregunta no es sólo por qué el gobierno les da Carimagua a los ricos y no a los pobres: es ante todo por qué la da en vez de conservarla para beneficio general.

Y es por eso que lo de Carimagua, más allá de la anécdota (son apenas 17.000 hectáreas), es significativo. Ilustra una política de largo aliento, que no es sólo de este gobierno, aunque bajo este se haya hecho más cruda todavía, sino que ha sido la de todos los de los últimos cuarenta años: por los menos desde el de Misael Pastrana. Una política neoliberal avant la lettre (cuando la exponía el ultraderechista Álvaro Gómez se llamaba "desarrollista") que ha pretendido favorecer a los ricos mediante la persecución de los pobres. Así mientras cuatro millones de personas han sido expulsadas del campo por la violencia física para buscar refugio en las ciudades, otros cuatro millones (otra décima parte de la población colombiana) han sido expulsadas de las ciudades por la violencia económica para buscar refugio en el extranjero. Y desde allá mantiene mediante sus 4.000 millones de dólares de remesas anuales a sus familias en Colombia: por lo menos a un tercio de la población restante.

Esta "movilidad social", si así me atrevo a llamarla, es la respuesta que han dado en Colombia los gobiernos a los problemas económicos y sociales, y en consecuencia políticos, que se plantean en el país. Es más fácil militarizarlos que resolverlos.

Pero esto requiere otra columna entera. Ojalá las urgencias no me quiten el tiempo de escribirla.

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