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Negociar con asesinos

Tal vez sea el momento de ponerle fin a esa costumbre de hablar por hablar. Que el ELN sea la línea roja.

Revista Semana
3 de febrero de 2018

Ser asesino paga en Colombia. Ser secuestrador paga. Poner bombas paga. El único requisito es pertenecer a una organización criminal con eco mediático y tintes –pizcas– de carácter político. Desde el gobierno del presidente Belisario Betancur, se volvió una constante negociar con delincuentes, independientemente de su rótulo: carteles de Medellín y Cali, M-19, Farc, ELN, AUC o bacrim.

Con un incentivo perverso: a mayor atrocidad, mayor disposición de diálogo del Estado. Muchas veces, esa flaqueza fue impulsada por una opinión pública aterrorizada que exigió al gobernante de turno poner fin a la violencia a cualquier costo. En otras ocasiones, por una interpretación benigna de las motivaciones del criminal. Como si la gravedad de un homicidio dependiera de si el victimario estaba inspirado por causas ‘nobles’: la justicia social o la autodefensa.

En una inversión macabra de valores, a los matones de esas organizaciones se les abona como gestos de buena voluntad el que dejen de matar, de secuestrar, de cometer atentados. Es un círculo vicioso de impunidad. El castigo nunca, repito nunca, ha sido proporcional al daño cometido.

Durante las décadas de los setenta y ochenta, los hermanos Ochoa –Juan David, Jorge Luis y Fabio– dominaron el negocio del narcotráfico. Tras el secuestro de su hermana por el M-19, crearon con Pablo Escobar el MAS (Muerte a Secuestradores), el precursor de los escuadrones de justicia privada. En diciembre de 1990 y enero de 1991, se entregaron a las autoridades. Como resultado de un acuerdo con la Fiscalía, los dos mayores pasaron cinco años en la cárcel (Fabio fue extraditado por otras razones). Apenas cinco años para los fundadores del cartel de Medellín.

Carlos Pizarro, comandante del M-19, ordenó el secuestro de Álvaro Gómez, acción en la cual fue asesinado su escolta Juan de Dios Hidalgo. El objetivo: impulsar unas negociaciones. Tres años antes, con el fin, según dijeron, de hacerle un juicio al presidente Betancur, tomaron como rehenes a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. En 1990, se le permitió al M-19 presentar candidatos al Congreso y a la Presidencia y en agosto Antonio Navarro, el sucesor de Pizarro, fue nombrado ministro de Salud.

El gobierno de Álvaro Uribe se sentó a hablar de tú a tú con las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia, una confederación de señores de la guerra, creadores de unas máquinas terroríficas de asesinos. Tres de sus comandantes fueron invitados a hablar ante el Congreso en 2004. Y de las conversaciones con el Estado surgió la Ley de Justicia y Paz: cinco a ocho años de cárcel por confesar crímenes de lesa humanidad. La posterior extradición de varios de los jefes por narcotráfico no es prueba, como dicen algunos, de la implacabilidad de la justicia. Fue más un asunto de coyuntura que una señal de dureza. Un año antes SEMANA había denunciado que esos criminales seguían delinquiendo por doquier, y la respuesta del comisionado Luis Carlos Restrepo fue cuestionar la denuncia.

Y ahora las Farc, la organización que convirtió al secuestro en una industria e hizo sufrir lo innombrable a miles de familias, han negociado con la administración de Juan Manuel Santos una justicia especial para la paz a cambio de verdad y reparación. Varios de sus comandantes, responsables de delitos atroces, esperan ansiosos asumir curules en el Senado y la Cámara de Representantes el 20 de julio de 2018. 

El objetivo de todas esas conversaciones de paz y ‘sometimiento’ –con los carteles de la droga y con los grupos armados ilegales, independiente de su sigla– ha sido la misma: lograr una disminución de la violencia. Bajo ese parámetro han sido muy exitosas. El proceso con los Ochoa sería el principio del fin del cartel de Medellín y sus oleadas de carros bomba. El proceso con el M-19 demostraría que es posible hacer política en Colombia sin armas. El diálogo con los paramilitares terminaría en una caída vertiginosa en los homicidios. Y el acuerdo con las Farc ha salvado más de 3.000 vidas en su primer año y reducido a casi cero los mutilados por minas quiebrapatas.

Ahora el ELN y el Clan del Golfo replican el camino de sus pares y predecesores, aplicando la misma fórmula de matar, matar y matar, con la expectativa que algún día serán perdonados. Solo así se explica la matanza de los policías en Barranquilla. No tenía ningún valor militar ni estratégico. Es la violencia porque sí.

Desde el gobierno de César Gaviria los gobiernos han buscado un entendimiento con el ELN. El de Ernesto Samper los paseó por Maguncia, Alemania; el de Andrés Pastrana ofreció despejarles territorio; el de Uribe convirtió a Antonio García –el segundo al mando– en interlocutor legítimo y conversó con esa guerrilla por años en Cuba, y Santos hace lo mismo en Ecuador. 

Tal vez sea el momento de ponerle fin a esta costumbre de hablar por hablar. Que el ELN sea la línea roja. Que la herencia de las paces y sometimientos no sea más impunidad.

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