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Niños infelices

Vistas las cosas en su conjunto, es un hecho evidente que la infelicidad de los niños acaba conformando una sociedad violenta

Antonio Caballero
20 de agosto de 2001

Decía en una reciente entrevista de prensa el ex alcalde de Bogotá Enrique Peñalosa que una de las causas principales de la violencia en Colombia es “la falta de felicidad de nuestros niños”. Podría parecer una ñoñería sensiblera de demagogo en pesca de votos, pero es verdad. Si esta sociedad es cada día más violenta, y más encallecida ante la violencia, es porque lleva varias generaciones criando niños infelices.

Infelices en sus casas, en la calle, en el campo; y tanto entre los pobres como entre los ricos. Niños abandonados, niños maltratados, niños secuestrados. El escritor Alfredo Molano acaba de publicar una crónica estremecedora sobre un niño desplazado del Chocó al que una incursión de los paramilitares en su pueblo precipitó por una catarata de desgracias. Pero no se necesita algo tan truculento (y tan frecuente) como una masacre paramilitar o guerrillera, o de esmeralderos o de narcos, para provocar la infelicidad rencorosa de un niño: puede bastar con la vida cotidiana en el hogar o en la escuela. Hace unos días un alto oficial de la Policía confirmaba que en el parque de El Tunal de Bogotá desaparecen varios niños por semana: ¿Se los roban para vender sus órganos, para dedicarlos a la mendicidad, para prostituirlos, para violarlos y asesinarlos? ¿Se escapan ellos mismos de sus casas, huyendo de la violencia familiar? Como ha explicado muchas veces en sus columnas de periódico la siquiatra infantil Clarita Gómez, para que un niño sea infeliz basta con que sea un niño no deseado. Y en Colombia nacen cada año decenas de millares de niños no deseados, frutos burocrático-eclesiásticos de la prohibición del aborto. Todos aquí, el Estado, la Iglesia, los paras, las guerrillas, las familias, estamos dedicados a producir a brazo partido una infancia desgraciada. Ya vivimos en un infierno. Para estas nuevas generaciones criadas en la infelicidad, el infierno será peor.

La infelicidad no viene exclusivamente de la miseria, aunque la miseria ayuda a propiciarla. El niño chocoano cuya historia narra Molano era pobre. Pero era feliz, con su abuelo y su río con lavanderas y su trompo tallado a navaja. Tampoco la riqueza, como enseñan millares de refranes, da la felicidad: en los países ricos se ven a diario casos de niños empujados a la violencia por la prosperidad misma de su condición: niños que tienen de todo, hasta fusiles de asalto. Y, por supuesto, una infancia feliz no es garantía de que el niño, al crecer, vaya a ser un adulto responsable y (como diría el ex alcalde) “convivial”: ahí tenemos el ejemplo de nuestro presidente Andrés Pastrana, que fue, que sigue siendo, un niño contento y malcriado. Cuando lo eligieron, y sus amigos contaban sus pilatunas de niño mimado, hacía yo aquí mismo votos porque el despertar del país bajo su gobierno no fuera igual al que tuvo uno de sus guardaespaldas de hijo de presidente, que se quedó dormido en la guardia y al cual el travieso Andresito le introdujo fósforos bajo las uñas de los pies y les prendió fuego. Y, al revés, también son muchos los niños a quienes una infancia desgraciada convierte en adultos “conviviales”: la novelística del siglo XIX, y el santoral cristiano, están llenos de ellos.

Todo esto es puro casuismo: Andresito Pastrana y el marquesito de Sade, que tuvieron una niñez protegida y feliz; Oliver Twist y san Tarcisio mártir, que tuvieron una niñez desdichada. Vistas las cosas en su conjunto, sin embargo, es un hecho evidente que la infelicidad de los niños acaba conformando una sociedad violenta. Los niños colombianos, ricos o pobres, hijos ya de la violencia, crecen con miedo. Y el miedo genera odio. Y el odio, a su vez, genera más miedo y más violencia: no en un círculo, sino en una espiral viciosa que se está tragando el futuro de Colombia en un remolino de horror.

Así las cosas, la principal preocupación del Estado colombiano debería consistir en proteger la infancia. Pero hace exactamente lo contrario, como lo ilustra de pe a pa la parábola verdadera de Molano sobre el niño del río. Los paramilitares, que existen gracias a la inoperancia y con la complicidad del Estado, masacran a su familia. Huyendo, consigue llegar a Cartagena, donde los desplazados antes que él, que sobreviven en tugurios abandonados por el Estado, lo rechazan: “Aquí la cosa es a codazos”. Se refugia con otros tres niños en una alcantarilla, donde va la Policía del Estado a quemarlos vivos en una operación de limpieza ciudadana. Se embarca de polizón en un barco rumbo a Nueva York, pero lo descubren y lo arrojan al mar. El médico de un hospital a donde lo llevan en coma unos pescadores, salvado de milagro, le devuelve la vida y lo quiere adoptar. Pero interviene nuevamente el Estado, a través del Instituto de Bienestar Familiar, para impedirlo: “El niño no es huérfano porque sus padres no han sido declarados legalmente muertos”.

Gracias al Estado, y a todos nosotros, aquí no hay ningún niño que pueda ser feliz.

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