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No marques las horas...

Semana
7 de agosto de 1989

Sálgase de lo común y descubra la elegancia. La nueva tendencia europea. Con cristal de zafiro. Un preciso movimiento. El más sofisticado de mundo. Una leyenda moderna. Un clásico de ahora y de siempre. Precisión. Original y fulgurante. Casi tan duro como el diamante. Para decirlo todo en los grandes momentos. Distíngase. Un elegante diseño de su vida. Color azul oscuro de última moda. Momentos estelares. El momento tan esperado por el que usted tanto ha luchado. Unimos la vitalidad y el clasicismo. Ahora con mecanismo termocompulsado.
Leyendo el párrafo anterior, un verdadero galimatías, plagado de incoherencias y tonterías, cualquiera podría pensar que, por fin ese hombre que escribe en SEMANA terminó de volverse loco. No me extrañaría que lo creyeran si hasta en mi propia casa me miran a veces como un animal raro sobre todo cuando hablo a solas en los pasillos, o cuando me pongo un zapato negro y otro café.
He ido adquiriendo, con la madurez y el paso de los años, una fama de orate -avenado, decía Cervantes- que a veces me inquieta pero casi siempre me divierte. El Tuerto López escribió que nada ganaba con ser cuerdo. Habría que leer de nuevo a Erasmo. Lo cierto es que el otro día, según me contaron algunos contertulios suyos, el doctor López Michelsen se refirió a mi como "ese loquito que se la pasa contando las procesiones de San Bernardo del Viento". Hasta razón tendrá.
Pero, para que se fijen, ya empece a desvariar otra vez. No es mi intención hablarles de las condiciones mentales en que me encuentro. Más bien debo explicarles, como es mi obligación, que el primer párrafo de esta crónica, que parece una sopa de anzuelos, fue escrito con frases y consignas entresacadas de los avisos publicitarios con que se anuncian todas las marcas de relojes en las revistas modernas.
En los últimos tiempos he venido observando, con sorpresa primero y con curiosidad después, que esa relojmanía que nos invade se ha tomado las paginas de algunas publicaciones, especialmente las que se dedican a entretener a sus lectores con temas ligeros, con los figurines de moda o con asuntos de sociedad. Para que vean que no son invenciones mías, y ni siquiera exageraciones, me permito reseñarles a continuacion el resultado de una investigación superficial, pero elocuente.
La revista Diners (junio 89) trae nada menos que once páginas de avisos dedicados a los relojes. Su imitadora, la revista Credencial (julio 89), nos ofrece ocho páginas similares. Si eso es en Colombia, país pobre, donde a veces uno no alcanza ni para comprar un reloj de palo, imaginense ustedes, sin hacer mucho esfuerzo, lo que ocurre a nivel internacional. La otra noche, sin que mi mujer me viera, para no perder ni mala fama de intelectual de pacotilla, me encerré en el baño con una revista suya, Vogue, dedicada a las actrices, las modas, los zapatos y carteras más lujosos del mundo. Tenía 41 páginas de relojes.
La variedad es frenética. La competencia es atroz. El afán de vender esos cachivaches es inconcebible. En esas páginas hay de todo, relojes cuadrados, redondos, rectangulares, negros, amarillos, con diamantes, blancos, con pulso de cuero o de alambre, con rayas o con números -o sin rayas ni números, que carajo-, y los hay metálicos o de plástico, baratos y caros, japoneses, suizos, franceses, para niños y ancianas, de piedra pulida extraída de los montes más aristocráticos del mundo, de cuerda o batería. En este alarde de imaginación, supongo, el próximo invento sera un prodigioso reloj que no da la hora.
Debo confesar que tengo cierto temor a los relojes. Y hasta insidia. No solo porque la suya es una verdadera dictadura moderna, una tiranía que nos impone sus caprichos, que nos esclaviza y somete, sino, también, porque esos aparatos por lo general me hacen daño. Sus manillas, si tienen algo de metal, me escorian la piel. Llevo puesto, por los deberes de mi trabajo, un viejo pulso de cuero, desflecado y sudado, del que mi mujer se averguenza en todas partes. Y eso que lo lavo por lo menos una vez a la semana. El único reloj que amo es aquel del bolero inmortal, al que Lucho Gatica le rogaba que no marcara las horas.
Una curiosidad, ahora que caigo en cuenta. Se la sugiero como ejercicio. Los lectores que usen un reloj con números romanos, o que lo tengan en la pared, miren bien y descubriran que el numero cuatro, que se escribe IV, aparece siempre equivocado. Dice IIII. La leyenda cuenta que el primer relojero que hizo uno se equivoca y que, desde entonces, los fabricantes mantienen el error a conciencia, por cariÑo a la tradición. Bonita historia.
La clepsidra era el reloj de los antiguos. Tenía algo de poético, porque no era hecho con cuarzo, sino con agua. Los tiempos cambian. Y las revistas también: acabo de comprobar que en la última edición de SEMANA no hay ni un sólo aviso de relojes. Ni los habrá, gracias a Dios, después de esta crónica. ¿O será que la gerente de la revista esta perdiendo su tiempo, dicho literalmente?
A proposito, ahora que lo pienso bien: ¿que diablos querrá decir "mecanismo termocompulsado"? Espero que alguna alma caritativa me lo explique...