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Poly Martínez

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Nosotros, los rehenes

Un poema de la Nobel Louise Glück aparece de repente y da claridad sobre la realidad que habitamos los colombianos.

Poly Martínez
9 de octubre de 2020

En esta multipolaridad en la que vivimos, ayer la poesía llegó para salvarme. Y para hablar, como si fuera el I Chin o el Eclesiastés o algún libro de consulta divina que da respuestas inclusive antes de tener clara la pregunta. Eterna la audiencia para definir si el expresidente Uribe Vélez debería quedar libre. Una condena en vida para muchos de los asistentes virtuales, inclusive para las partes que se encontraron en la pantalla para debatir, dar alegatos, juicios amañados y hasta comentarios acertados. A las cuatro de la tarde, después de recreos para aliviarnos la pesada jerga jurídica y los retorcidos argumentos, nada cambia o avanza.

Estamos allí ante las caras de cansancio, pedazos de pantalla sin imagen (¿qué estarán haciendo? ¿con quiénes chatean?), incluida la del propio exsenador. A ratos me entretengo contando cuántas veces coinciden lado a lado, arriba o abajo el senador Iván Cepeda y el exmandatario. La mayoría del tiempo están muy lejos, en sectores opuestos de ese cuadrilátero virtual que arma la pantalla de mi computador.

Todos los que están lucen apretados e incómodos después de siete o más horas de retahíla y algo de discusión. Tal vez por eso siempre alguno se declara indignado, ofendido, insultado, casi humillado, que es una de las palabras preferidas de los colombianos porque es un sentimiento comodín. Pero en este caso, lo que dicen con indignación es teatro, una obra muy ensayada. Es ridículo todo este desgaste con palabras mil que buscan ejercer presión en vez de dar claridad. Casi tan inocuo como el sartal de insultos que suben y bajan por el chat paralelo a la audiencia, el de las barras bravas.

Casi a las siete de la noche ya no me causa curiosidad tratar de leer los títulos de los libros que adornan el espacio donde están ubicados los protagonistas. Ya sé que la biblioteca del senador Cepeda incluye un libro gordo y amarillo sobre Los Beatles; ya vi el florero de fondo puesto para la ocasión por la delegada de la Procuraduría, el escritorio atiborrado del abogado Granados, la biblioteca adornada de Montealegre y esa pared blanca amarillenta, insípida e impersonal que le sirve de telón de fondo a la juez 30 de garantías. No sé si es a propósito o si es una coincidencia.

Agotador. Las horas nalga esperando que digan que sí o no a la libertad del asegurado y así terminar el texto para el diario extranjero que lo esperaba temprano, desde ayer ya. Aún los editores no se hacen a la idea de que en Colombia las leguleyadas y los tiempos de la justicia no son ni los de dios ni los del diablo, sino los de Matusalén.

Estando en eso, decidí darle vuelta a la nueva Nobel de Literatura. En vez de seguir oyendo de filósofos del derecho y letrados, salté al bálsamo de sus palabras sencillas y directas. Y así Louise Glück ya no solo es escritora, sino profeta. Abro una página a la suerte y desde el más allá de Nueva York o donde sea que viva, empieza a hablar para darme luces y sacudirme la oscuridad del día: “La parábola de los rehenes” Los griegos están sentados en la playa preguntándose qué harán cuando la guerra termine.

Ninguno quiere volver a casa, de vuelta a esa esquelética isla; todos quieren un poco más de lo que hay en Troya, más vida al límite, esa sensación de que cada día está colmado de sorpresas. Pero cómo explicarle esto a los que están en casa, para quienes pelear en una guerra es una excusa plausible para ausentarse, pero explorar la propia capacidad de diversión no lo es.

Bueno, esto lo pueden enfrentar después; estos son hombres de acción, listos para dejarles a las mujeres y a los chicos una enseñanza. Volviendo a pensar estas cosas bajo el sol caliente, complacidos por una nueva fuerza en sus antebrazos que parecen más dorados que cuando estaban en casa, algunos empiezan a extrañar un poco a sus familias, a extrañar a sus esposas, a querer ver si la guerra las envejeció. Y algunos se van sintiendo un poquito inquietos: ¿qué pasa si la guerra es sólo una versión masculina de arreglarse, un juego diseñado para evitar las profundas preguntas espirituales? Ah, pero no fue sólo la guerra.

El mundo empezó llamándolos, una ópera empezando con los fuertes acordes de la guerra y terminando con el aria suspendida de las sirenas. Ahí en la playa, discutiendo los muchos horarios para volver a casa, nadie creyó que les podría tomar diez años volver a Ítaca; nadie anticipó esa década de insolubles dilemas – oh aflicción sin respuesta del corazón humano: ¡cómo dividir la belleza del mundo entre los amores aceptables y los inaceptables! En las costas de Troya, ¿cómo podían saber los griegos que ya eran rehenes: quien una vez retrasa su viaje está ya cautivado; cómo podían saber que de su pequeño número algunos quedarían atrapados para siempre por sueños de placer, algunos por el sueño, otros por la música?

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