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Nuestros Churchilles

Afortunadamente ninguno de esos tres Churchilles está otra vez disponible.

Antonio Caballero
20 de noviembre de 2000

Hace un par de semanas el columnista Gabriel Silva escribía que lo que nos está haciendo falta es “encontrar un líder, el Churchill colombiano”. Tuve al leerlo una descorazonadora sensación de déjà vu, de déjà lu: de haberlo visto y leído muchas veces en las columnas de muchos columnistas.

Aunque no siempre con Churchill. A menudo lo que dicen los columnistas es que necesitamos “un Kennedy colombiano”. Nuestro propio Churchillito actual, el ministro Juan Manuel Santos de la frase churchilliana sobre el sudor y las lágrimas (a propósito: ¿ha visto alguien alguna vez sudar a Juan Manuel Santos? ¿O llorar?), llegó a conformarse, cuando era columnista, con que encontráramos “un Fujimori colombiano”.

Y lo más curioso no es que se la pasen buscando Churchilles o Kennedys, sino que los encuentran. Recuerdo una época en que, según varios columnistas, Galán era “el Kennedy colombiano”. Otros le atribuían el papel a Virgilio Barco, por su mechón de pelo. Cuando yo era niño la cosa era aún más asombrosa, pues los columnistas aseguraban, no que Alfonso López Pumarejo fuera el Chuchill colombiano, sino que Winston Churchill era el López Pumarejo inglés.

Ahora Silva encuentra sin esfuerzo nada menos que tres Churchilles, pero se lamenta de que no estén en activo. Su columna concluye así: “Tendrán (los colombianos) que encontrar a ese estadista que tiene visión de país y que le duele cada muerto y cada milímetro de territorio. Lástima que López Michelsen, Virgilio Barco o César Gaviria no estén disponibles”.

Sospecho, sin embargo, que el columnista ignora cuatro cosas: quién fue Churchill, quién fue López Michelsen, quién fue Virgilio Barco y quién fue César Gaviria.

Pues Winston Churchill no fue, como parece indicar Silva, el hombre que salvó a Inglaterra de la acometida hitleriana en la Guerra Mundial. Ahí cabe la pregunta del “obrero que lee” de Bertolt Brecht con respecto a la afirmación de que Julio César conquistó las Galias: “¿El solo?”. La resistencia a Hitler no fue cosa de Churchill solo: fue cosa del pueblo inglés. Del mismo modo, César conquistó las Galias con la ayuda de las legiones romanas (y el obrero de Brecht supone que además llevaba consigo por lo menos un cocinero). Por grandes que sean los talentos de un estadista —como lo fueron los de César y los de Churchill— esas cosas son siempre el resultado de una acción colectiva. Y también al revés: así como los buenos jefes no ganan ellos solos las guerras, pero sí contribuyen a ganarlas, los jefes malos tampoco las pierden solos, pero sí contribuyen a perderlas. Y ese es exactamente el caso de los tres Churchilles colombianos que menciona Silva. Gracias en buena parte a su “visión de

país” está Colombia tan mal como está. La gobernaron, y la gobernaron mal: la llevaron a la exacerbación de la injusticia y de la guerra, y no al establecimiento de la justicia y de la paz.

Les ayudaron otros, por supuesto: sus cocineros. (Silva entre ellos). Ya digo que las victorias, como las derrotas, son obra colectiva. Pero esos tres señores, por el cargo que ocuparon, tienen una gran parte de responsabilidad en la destrucción del país: la misma, pero al revés, que tuvo Churchill en la salvación de Inglaterra o César en la conquista de las Galias.

Pues no es verdad, en contra de lo que opina Silva, que “demostraran conocimiento del tema”: los resultados comprueban su ignorancia del tema. Ni que “tomaran decisiones difíciles sin importarles cuáles fueran las consecuencias de opinión”: las que tomaron eran las más fáciles, y a favor de la opinión que les importaba tener contenta: la de los militares, la de los ricos, y la del gobierno norteamericano. Ni es verdad que “se la hayan jugado a riesgo de su propia vida por hablar con firmeza y denunciar las atrocidades”: ni se la jugaron, ni pusieron su vida en riesgo, ni hablaron con firmeza, ni denunciaron las atrocidades: al contrario, las atrocidades las propiciaron ellos, a la vez que las negaban. La práctica habitual de la tortura y la desaparición se inició bajo López Michelsen (Turbay simplemente le dio alas); la guerra sucia se generalizó bajo Virgilio Barco, con el exterminio de la Unión Patriótica (y con los 150 grupos paramilitares que mencionó en el Congreso su ministro César Gaviria); y bajo ese mismo Gaviria se rompió, a traición, la tregua pactada con las Farc. Y no es verdad, en fin, que a ninguno de los tres “le doliera cada muerto”: ni al cínico López, ni al autista Barco, ni al oportunista

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