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Nueva York, vista de nuevo

Osama Ben Laden –o quien haya sido– logró hacerle a Nueva York lo que hace una cicatriz en la cara de una mujer extraordinariamente bella. La volvió humana.

Semana
30 de julio de 2001

Durante los casi tres años que viví en Manhattan sentí siempre el orgullo secreto del elegido. Quizá porque a esa isla llegaba gente desde todos los lugares del mundo empeñada en realizar sus sueños. Y la ciudad les ofrecía la ilusión y suficiente evidencia de que lo lograrían.

El que tenía una obsesión con las estrellas con seguridad encontraría otros 10 lunáticos con quien observarlas de noche. El ejecutivo que soñaba con ser un bailarín de tango encontraba 20 academias para acercarse a ser ese otro, que es siempre mejor que sí mismo. La mujer que había imaginado el perfecto guión de cine lo podía contrastar con cientos de películas.

Por eso fue tan raro volver la semana pasada. Osama Ben Laden –o quien haya sido– logró hacerle a Nueva York lo que hace una cicatriz en la cara de una mujer extraordinariamente bella. La volvió humana.

Estaban los mismos cafés, los mismos restaurantes, los mismos almacenes sofisticados, los mismos patinadores en el Central Park. Solo que todo parecía menos superlativo. Quizá porque los turistas que antes abundaban por las calles de la ciudad –casi siempre descrestados– habían tachado por el momento la isla de sus itinerarios. Manhattan por primera vez en su historia le pertenecía casi que exclusivamente a los neoyorquinos y la gran manzana era ahora en términos de gente una ciudad normal.

Pero más insólito aún es que cada vez que pare a revisar el mapa para saber qué tren tomar, alguien se acercó a preguntarme si necesitaba ayuda. Esta amabilidad en Oslo será normal, ¿pero en Nueva York?

En el metro que iba hacia Ground Zero, el sitio de la tragedia, la gente hablaba entre sí. Durante un año y medio hice todos los días ese mismo recorrido de 45 minutos en metro y siempre me asombré de la capacidad que tenían los neoyorquinos de sumergirse en sus libros o periódicos y aislarse por completo de los demás, sobre todo de los indigentes que pasaban de carro en carro narrando sus miserias. Esas fortalezas, por lo menos por el momento, han sido derrumbadas.

Ground Zero es un campo de batalla. Todos lo hemos visto por televisión. Pero es el olor lo que impresiona. Huele al inmenso crematorio en que se ha convertido esta zona que antaño exhalaba la certeza de que el mundo –por lo menos allí– estaba bajo control.

A lo largo de este, que ahora se ha convertido en una especie de circuito turístico de la tragedia, abundan los vendedores ambulantes. Venden todo tipo de banderas de Estados Unidos. Por 15 dólares se puede comprar un kit patriótico: una banderita para el carro, otra más grande para la ventana y un in para el abrigo que es intercambiable por hebillas o balacas estrelladas.

Así como los colombianos procesamos el dolor haciendo chistes, los estadounidenses lo convierten –como a tantas otras cosas– en una mercancía. "El consumo ayuda a combatir el terrorismo, dijo Bush o Giuliani, o quizás los dos.

El consumo, sin duda, no los protegerá del ántrax pero si les ayudará a no autodestruirse. Esa sociedad como todas está anclada sobre la fe de que mañana las cosas serán mejor o por lo menos tan buenas como hoy. Cuando esta confianza se quiebra, como muy bien lo sabemos los colombianos, las cosas se comienzan a desmoronar.

Los neoyorquinos acostumbrados a recibir cientos de cartas a la semana con todo tipo de ofertas, descuentos o peticiones de donaciones ven con terror cada sobre que les llega. Y las paradas inesperadas en el metro son recibidas no con los usuales resuellos de desesperación por perder bajo tierra unos minutos preciosamente productivos sino con la prevención de alguien que ya no tiene la certeza de que morirá de viejo.

En el avión rumbo a Bogotá no pude evitar mirar con detenimiento la cola de pasajeros y sentir, con vergüenza, cierta tranquilidad de que todos parecieran ciento por ciento colombianos. Es raro cómo la guerra transforma los objetos en la imaginación, el único terreno en el que en realidad importan. Un avión puede ser un misil, porque ya lo ha sido. A lo lejos, desde el aire, Nueva York resplandecía hermosa. Ya no tocaba las nubes.