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Orar por la paz

No sé que es más grave: si el rechazo a la marcha de Serpa, que es un veto a la política, o el asesinato de la Cacica, que es un veto a la vida real

Antonio Caballero
5 de noviembre de 2001

En sus abusivas interferencias telefónicas el alcalde Mockus nos pide a todos —un autoritario todos— que oremos por la paz en Colombia. No me quejo sólo de la intrusión. Mockus todavía manda en la Empresa de Teléfonos de Bogotá, y mete en ella los mensajes que le dicta su talento entrometido: espero que cuando haya logrado venderla no se sorprenda de que el nuevo dueño le interrumpa sus propias llamadas telefónicas con un imperativo “¡tome Postobón!”, o lo que sea. Protesto por el método, pero además y sobre todo critico el fin: la oración. Y es que orar por la paz es la mejor manera de lo lograrla nunca.

Porque es ponerla en manos ajenas: las de Dios, que a todo lo largo de la historia han estado tintas en la sangre de la guerra. Mire en torno, alcalde, y verá al presidente norteamericano George Bush y al jeque talibán Mohamed Omar orando, cada cual a su respectivo Dios de los Ejércitos.

La paz está en nuestras manos, no en las de Dios (ni, como sueñan muchos, en las de los militares norteamericanos que nos van a venir a ‘ayudar’). En nuestras manos, y no a través del instrumento de la oración, sino del de la política. Porque lo que sustituye a la guerra (para invertir la muy citada proposición de Clausewitz) no es una vaga, nebulosa, etérea cosa que se llama paz, sino la política. Pero los colombianos no entendemos el sentido de la política, que consiste en resolver pacíficamente los conflictos que inevitablemente surgen en las sociedades de los hombres. Sustituimos la política por la politiquería, lo cual deja un vacío que se llena con la guerra. Por eso estamos en ella. Aunque no la queramos (los que no la queremos), nos la merecemos: es el resultado de nuestra incomprensión de la política.

Escribo esto el jueves 4 de octubre. Cuando no se conoce todavía la respuesta —politiquera o militar, y no creo que política— que le dará el gobierno de Andrés Pastrana a la arrogancia militar de las Farc, manifestada en 10 ó 12 acciones guerrilleras y en dos imbecilidades políticas. La una es su veto armado a la marcha desarmada al Caguán del candidato liberal Horacio Serpa: iniciativa política (aunque también politiquera), la única que hemos visto en varios años de parte del establecimiento, respondida por la guerrilla con estupidez militar (porque, siendo colombianos también los de las Farc, tampoco ellos saben en qué consiste la política). La otra es criminal, además de estúpida. El secuestro y consiguiente muerte violenta (asesinada o caída en el tiroteo: no jueguen, por favor, con las palabras) de Consuelo Araújonoguera. ¿Un secuestro y asesinato más en el curso de nuestra guerra sucia? Sí, pero no sólo eso. Consuelo, la Cacica Vallenata, no era sólo una encantadora mujer alegre, generosa y mandona: era además el símbolo de esa única religión colectiva de los colombianos que es la parranda vallenata.

No sé qué es más grave. Si el rechazo a la marcha de Serpa, que es un veto a la política, o el secuestro y asesinato de La Cacica, que es un veto a la vida real: Las dos cosas me parecen siniestras, como indicios de lo que pretenden las Farc-EP. Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo. Fuerzas sí. Y armadas también. Revolucionarias, lo dudo bastante. Ejército, sin duda. Del pueblo, cada día menos.

No sé qué hará el gobierno, pero no le quedan muchas salidas. La una es aceptar la guerra abierta que le impone desde enfrente la insolencia de las Farc, y que desde adentro impulsa el plante inesperado de la opinión. Inesperado, más que para nadie, para las propias Farc ya habituadas a que todos sus abusos de confianza les fueran tolerados por la cobardía del establecimiento, y respondidos sólo mediante el método cobarde de la guerra sucia de las autodefensas. Y no sé, porque nadie lo sabe, si el gobierno y sus Fuerzas Armadas tienen la capacidad real para librar una guerra verdadera. La otra salida es pasar de agache: dejar que el ‘proceso de paz’ siga cojeando hasta el 7 de agosto, día en que el actual Presidente se irá a vivir a Miami; porque en medio de la catástrofe sin paliativos que ha sido su gobierno en todos los aspectos lo único que todavía no ha sido un fracaso, porque desde el primer momento fue una farsa, es ese ‘proceso’. Pero pasar de agache será sólo prolongar esta lamentable agonía, pues el próximo gobierno, sea el de quien sea, romperá: esto ya no se aguanta.

Estamos, pues, como al principio del llamado “proceso de paz”: en guerra. Una guerra sucia, informe, hecha de turbiedades, de ambigüedades, de cobardías, de crímenes, de chantajes, de ventajismos. Los que no la hemos querido, como decía más arriba, la merecemos, porque no supimos evitarla: no supimos hacer política. Una guerra civil. Y lo malo de las guerras civiles, comentaba Suetonio hace ya casi 2.000 años, es que siempre las ganan los militares. Los de un lado, o los del lado de enfrente.

Oremos, pues. Que por lo menos nos coja Dios confesados.

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