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Llegó la hora del oso

Aún quedan en Colombia osos de anteojos, especie prodigiosa en vías de extinción. Algunos vagan por los páramos vecinos de Bogotá.

Gonzalo Guillén, Gonzalo Guillén
1 de junio de 2017

Esto sucedió hace 40 años. Tres niños campesinos de San Antonio del Tequendama –a 59 kilómetros de Bogotá– salieron de su escuela rural, pararon en la pequeña finca donde el zootecnista Gonzalo Chacón Rueda estaba montando un zoológico llamado Santacruz y recogieron -como lo habían hecho muchas veces- a una pequeña osita de anteojos huérfana, de menos un año de edad. La llevaron de la mano hasta una tienda cercana, en la orilla de la carretera, para jugar con ella y darle una golosina. En ese momento, un camión que pasaba se detuvo al ver a la pequeña, el chofer, respirando anhelosamente, se bajó con una escopeta en la mano, la mató a quemarropa y prosiguió su camino lleno de estimación propia por su proeza de caza. Era hija de una osa silvestre que también había sido asesinada por cazadores. La cachorra se extravió en el bosque de niebla donde había nacido y, famélica, fue recuperada y adoptada por Chacón, a quien dos años más tarde un hombre lo mató en el mismo lugar para robarle el producido de la taquilla de un día, que llevaba en su maletín.

La aniquilación de los osos de anteojos o andinos (Tremarctos ornatus) no se ha detenido desde entonces en Colombia y la especie se encuentra en vías de extinción, de acuerdo con la lista roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Daniel Rodríguez, de la Fundación Wii, estima que en el país existen hoy entre ocho y doce mil ejemplares dispersos a lo largo de su hábitat natural, que va de los 400 metros sobre el nivel del mar hacia arriba y se extiende a todo lo largo de las tres cordilleras andinas. En la única zona donde nunca ha estado es la Sierra Nevada de Santa Marta, a la que la evolución natural no le alcanzó para llegar.

Mal que bien, han mejorado en Colombia las remotas esperanzas de supervivencia para esta especie, único país andino –desde Venezuela hasta Bolivia– en donde se invierten algunos dineros estatales para su investigación y conservación. Hoy, cualquier asesinato de uno de ellos despierta ira, dolor y movilización social. Lo que no hubo cuando Gonzalo Chacón me contó la historia de la osita fusilada por el camionero y debí esperar semanas a que hubiera un hueco libre para publicar una pequeña noticia en El Tiempo –donde trabajaba entonces– que únicamente despertó dolor en unas pocas personas, entre ellas –recuerdo– las solitarias e incansables defensoras de la naturaleza Alegría Fonseca de Ramírez y Gloria Valencia de Castaño. Llorar por un oso muerto de un disparo era un despropósito, decían, propio de maricas e imbéciles que, según se prevenía, estaban formando una suerte de religión perniciosa bautizada con un neologismo encaminado a sabotear el desarrollo nacional: ecología. Paradójicamente, Colombia fue el primer país del mundo en tener un código de recursos naturales, promulgado por el presidente Misael Pastrana Borrero (1970-1974), que, si no frenó la depredación física del país –hoy más grande que nunca–, plantó la primera simiente de los movimientos contemporáneos que enseñan a tener miramientos y consideración por la vida silvestre y el agua para su preservación.

Los pocos osos de anteojos que todavía habitan los Andes colombianos son acosados por colonos y campesinos que les reducen las condiciones naturales apropiadas que necesitan para subsistir. Las invaden con cultivos comerciales y animales domésticos de los que la especie amenazada no tiene más remedio que servirse, en vista de que su alimento natural es cada vez más exiguo. Es cuando se desata la venganza humana criminal a pesar de que las vacas, las cabras y las bestias que el oso mata de manera apremiante pero esporádica son muchísimas menos de las que mueren por enfermedades o se roban los cuatreros. En muchas regiones del país el entorno natural del oso de anteojos ha sido cercado por colonos, con lo cual apretujan sus costumbres errabundas de vagar a lo largo de cientos de kilómetros de bosque silvestre. Es cuando –a pesar de sus preferencias herbívoras– no tiene más que echar mano de vacas y cabras que se internan en los bosques del oso en busca de forrajes silvestres. Pero en los últimos 15 años no pasan de 570 los ataques a la ganadería bovina en Colombia, mientras que los osos asesinados en venganza han sido miles, un mecanismo de “justicia” en el que el humano ciertamente es la bestia. Donde más se han reportado bajas ha sido en los páramos de La Calera y Choachí, al pie de Bogotá.

Un oso de anteojos adulto puede alcanzar una estatura de 1,80 metros y un peso de 140 kilos, con el que logra trepar a los árboles apoyado en sus enormes garras filosas.

Ellos hacen parte del país y deben gozar del derecho a ocupar los bosques que la evolución les adjudicó hace miles de años y para ello necesitan la protección y el respeto de los recién llegados animales humanos. Daniel Rodríguez dice que una buena manera con la que podemos ejercer la defensa del oso de anteojos es diseñando, imprimiendo, regalando y usando nosotros mismos gorras y camisetas con mensajes que inviten a la salvación de estos seres formidables, furtivos y, de todas maneras, débiles.

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