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Pablo Escobar, fuera de contexto

Es preciso reconocer que no resulta fácil aprisionar en un libreto para televisión todos los tópicos de un fragmento de la historia de Colombia tan contradictorio y violento.

Semana
19 de junio de 2012

A propósito del seriado de Caracol-Televisión, conviene recordar las palabras del entonces alcalde de Medellín, Juan Gómez Martínez: “Todos nos equivocamos y mucha gente honrada se apresuró a hacer negocios legales con los narcotraficantes para obtener mayores utilidades. En todo caso, si de lo que se trata es de tirar la primera piedra, nos llenarían el país de piedras. Los negocios del narcotráfico no han sido destapados, pues terminaría cayendo todo el mundo. Hasta ahora se han hecho escándalos a medias, pero sin tocar intereses de fondo. Si es guerra que sea total y que se destape todo” (El Tiempo, 19/septiembre/1989).

Lo único que habría que rectificar en este fragmento de su declaración es la parábola de Jesús, lo demás es una biblia. Cuatro libros de la Biblia nos precisan el asunto: Levítico, Números, Deuteronomio y San Juan. Los tres primeros nos enseñan que dieciocho infracciones, entre ellas el adulterio, eran castigadas con la pena de muerte, apedreando al transgresor de la ley judía –lapidación se denomina y aún existe, en varias culturas–. Según el Nuevo Testamento, estando Jesús en el Monte de los Olivos, los escribas y fariseos llevaron delante de él a una mujer y le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. ¿Y tú, que dices?”. Y Jesús les contestó: “Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que tire la primera piedra contra ella” (Juan: 8-7). Lo que Juan Gómez Martínez, siguiendo la parábola de Jesús, debió decir fue: “Quienes no se hayan beneficiado de los negocios del narcotráfico, que tiren la primera piedra. Entonces, tendremos el país limpio de piedras, porque aquí todos somos pecadores”. Y, luego si el resto de su denuncia.

Independientemente de cualquier análisis crítico, es preciso reconocer dos cosas. En primer lugar, no resulta fácil aprisionar en un libreto para televisión todos los tópicos de un fragmento de la historia de Colombia tan contradictorio y violento. Y, en segundo lugar, el papel de los actores es impecable. Es de antología la personificación de los dos políticos: el local y el nacional, cuyos símbolos lingüísticos apenas si difieren en algunas letras y sonidos de los reales.

Lo que dijo el exalcalde de Medellín se aplica al seriado como una biblia –así, con minúscula, que significa modelo– porque hasta donde va corrido, se ubica un bandido, haciendo abstracción de la sociedad de su tiempo: una sociedad corrompida e hipócrita, donde todos se beneficiaron del negocio ilícito. Efectivamente, en los capítulos presentados no aparecen los segmentos de la sociedad que constituyen el establecimiento: ni banqueros, ni constructores, ni finqueros, ni gobernadores, ni alcaldes, ni ministros, ni presidentes, ni expresidentes. Aquellos que pusieron a disposición del bandido sus bancos, sus edificaciones, sus haciendas, sus clubes, su poder político, económico, social, militar y policial, brillan por su ausencia.

Al gran capo solo lo acompañan sus compinches y aliados, sus prostitutas y sus familiares. Como si el dios del mal, haciendo honor al subtítulo de la serie, lo hubiese traído del más allá, y, lo hubiese puesto en medio de una sociedad impoluta como un copo de nieve, que nada tenía que ver con el hombre de carne y hueso que fue Pablo Escobar. Es decir, el seriado nos cuenta parte de la verdad: la que deja intacta al establecimiento. Sin embargo, conviene decirlo, con todas sus palabras: del narcotráfico, del paramilitarismo y de la insurgencia armada, todas las expresiones del arte y sus productores, nos deben a los colombianos la gran obra: la que nos diga toda la verdad. La verdad sin la cual, no podrá haber paz en la conciencia de las víctimas, ni en alma colectiva de esta sociedad.

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