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Padres e hijos: acuerdo generacional

Una nueva generación intenta vaciar los vertederos del país y rehacer la República. Por Yezid Arteta.

Yezid Arteta
1 de marzo de 2013

Tienen plumas de pato, picos de pato, patas de pato, hacen cuac cuac y sin embargo no son patos. Son cocodrilos. Me refiero a una añeja casta colombiana, de piel curtida e impreciso ideario político que se ha atornillado en los entresijos del Estado y en todo aquello que se asocie al poder. Sus tentáculos aprisionan la garganta de millares de jóvenes hasta dejarlos sin oxigeno.

Entre finales de los ochenta y principios de los noventa la violencia hizo de las suyas y decapitó a la generación llamada a relevar a los cocodrilos. Galán, Pardo Leal, Jaramillo Ossa, Pizarro Leongomez y un largo etcétera fueron exterminados. El vacío generacional fue llenado por toda suerte de advenedizos. Una nueva generación -los jóvenes de hoy- educada, diversa, tolerante y sin prejuicios intenta vaciar los vertederos del país y rehacer la República.

José Jaime, hijo del general Jaime Humberto Uscátegui, condenado por los hechos de Mapiripán ha colgado en el portal de Huffpost Voces una carta abierta dirigida a José Darío, hijo de José Antequera, dirigente del Partido Comunista muerto a balazos en el aeropuerto El Dorado. Una carta honesta de un joven leal a su padre a un joven igual de leal a la memoria de su padre. Un acuerdo generacional por la paz propone el hijo del militar al hijo del activista político. Dos jóvenes que probablemente defienden proyectos políticos diferentes pero guardan un denominador común: el odio no es su oficio y creen en la reconciliación como formula para que el país salga del pantano.

Leí tus libros en un campamento de la guerrilla me dijo Juan Sebastian, hijo de Jaime Losada, el senador muerto a tiros en un confuso incidente. Me lo contó en un claustro universitario y junto a él estaba un grupo de jóvenes estudiantes indagando por las causas de la violencia. A pesar del drama y luego el dolor en el que se vio envuelta su familia desde el día en que se los llevó la guerrilla, el comentario de Juan Sebastian no parecía un reproche. Me contaba con cierta nostalgia que su adolescencia la pasó en la montaña conversando con los guerrilleros que lo custodiaban y con los cuales compartía los mismos sueños juveniles. No observé visos de resignación en estos jóvenes universitarios y en cambio era evidente el deseo de que, en el futuro, sus vidas y sus desempeños profesionales no estuvieran determinados por una guerra.

En los ires y venires he topado con hijas e hijos de guerrilleros y guerrilleras que han muerto o siguen en la montaña echando tiros. La mayoría adelantan estudios superiores y algunos comparten plenamente los ideales de sus padres pero ninguno estaría dispuesto a seguir sus pasos porque han encontrado otras formas, distintas a la de las armas, para expresar su rebeldía. Dejan oír sus voces descontentas y saben escuchar las ajenas pero no matarían por ellas, tal como lo exponía el autor de 'El Hombre Rebelde'. En esos mismos ires y venires he visto y escuchado a jóvenes oficiales de las fuerzas armadas de Colombia empeñados en aprender en las aulas universitarias los intríngulis de la cooperación internacional o conocer la importancia de la integración de América Latina. Oficiales provenientes de capas medias urbanas plenamente concientes de que la pertenencia a un partido de izquierda no es un delito y que la legitimidad de una fuerza militar está fijada por la Constitución y la ley.

En algunos eventos me encuentro con dos o tres chicas que crecieron y se graduaron y aún no saben sobre la suerte que corrieron sus padres. Con perseverancia van a los actos que enaltecen la memoria de los desaparecidos por sus ideales. En la vida de estas jóvenes pesa como una roca la catástrofe de sus padres y quieren algún día recuperar sus huesos, y no obstante sus espíritus no están dominados por ese odio visceral que todo lo pudre. Otro tanto sucede con un joven bloguero, hijo de colonos, nacido en un poblado del río Guayas (Caquetá) que reivindica sus orígenes campesinos en sus escritos y a pesar de que se levantó en medio de la guerra no quiere saber nada de ella.

En Colombia se venden y se compran encuestas como se hace con los ungüentos para la calvicie. Mil, dos mil, en fin, una minoría, sale con el cuento de que los colombianos son felices viendo matar gente y hasta el presidente de la República se lo puede creer. Desde los pantanos, los cocodrilos con sus lágrimas de cocodrilos, observan de reojo a sus futuras víctimas y esperan un resbalón para merendárselas. La presente y bella generación de jóvenes colombianos corre peligro y puede ser triturada a dentelladas. La historia de siempre.

Lo obsoleto en oposición a lo moderno. No hay que perderlo de vista. No es un asunto de naturaleza cronológica sino de ideas. A los jóvenes de hoy están más conectados con 'El cuento de mi vida' de Andrés Caicedo que con el 'Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana' de Rufino José Cuervo.

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