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Pantallerito

Parecía raro que la medida de aseguramiento contra el presidente y el vicepresidente del Bancolombia se adoptara un 4 de enero y se divulgara sin haberla notificado a los afectados

Daniel Coronell
13 de enero de 2007

Poco está haciendo el doctor Mario Iguarán para que el país lo considere un fiscal serio. Del hombre centrado y estudioso que entró al búnker hace año y medio no queda casi nada. Al Fiscal le gusta el reconocimiento. Necesita que lo acepten, quizá porque estos honores le llegaron antes de haberlos soñado. Le fascina que lo inviten. Le priva hacer y recibir venias. Al muchacho tímido del barrio El Molino, de Buga, lo descresta la compañía de los famosos. Adora la pompa de su puesto y disfruta sentándose en la mesa de los poderosos. Esta podría ser sólo la descripción de una inofensiva personalidad, si no fuera porque ese carácter esta empezando a interferir con sus funciones.
 
El más reciente ejemplo tuvo como escenario un glamoroso restaurante de Miami. Invitado a almorzar por el periodista Julio Sánchez Cristo, el señor Fiscal llegó como el apretadito: con la señora, los niños y la abuelita. Pero no quiso aparecer con las manos vacías; para corresponder la amabilidad del anfitrión llegó con su chiva debajo del brazo. Desde la capital del sol, con sonido de vasos y conversaciones en el fondo, decidió anunciar por radio la medida de aseguramiento contra el presidente y el vicepresidente del Banco de Colombia.

No era el lugar, ni el momento para hacerlo. Además, ese día el doctor Iguarán no podía hablar a nombre de la institución, sencillamente porque no estaba en ejercicio de su cargo. Para esa fecha el fiscal general era Guillermo Mendoza Diago, encargado del despacho por vacaciones del titular. La justicia está hecha de formalidades; precisamente el apego a esas formalidades garantiza que las normas prevalezcan sobre el arbitrio de quien las aplica.

Parecía raro, también, que una decisión importante, en un proceso tan largo y sonado, se adoptara un 4 de enero y se divulgara sin haberla notificado siquiera a los afectados. Era una medida que iba a tener efectos financieros, como en efecto los tuvo de acuerdo con los índices bursátiles, y el señor Fiscal podía respetar el cauce institucional para su comunicación.

El lenguaje usado por el doctor Iguarán tampoco correspondió a la dignidad de su investidura. El Fiscal General no podía, aún en vacaciones, usar alegremente palabras como “calanchines” –y otras de similar catadura–, que por lo demás no hacían parte de la decisión judicial pero que, en cambio, le permitían hacerse célebre en el almuerzo-entrevista.

Los detalles del proceso son muy complejos –y dicho sea de paso, las explicaciones que se han hecho públicas sobre la adquisición del banco distan mucho de ser satisfactorias–, pero al margen de esa discusión, lo único cierto es que la orden de detener a los administradores no era procedente. Carecía de piso legal.

Así lo aceptó el fiscal del conocimiento cuando descubrió que el Código Penal y la jurisprudencia de la Corte Suprema no le permitían dictar esa medida. Es decir, la Fiscalía reconoció que había estudiado las normas solamente después de haber ordenado la detención de dos personas.

Si esto pasa con dos banqueros que trabajan para uno de los grupos económicos más influyentes de Colombia, podrán ustedes imaginarse las injusticias que sufren los ciudadanos de a pie. El caso del periodista Fredy Muñoz es una demostración elocuente. Sin embargo, el Fiscal General en ese proceso no ha abierto los párpados. El largo e infundado encarcelamiento del corresponsal no ha merecido un minuto de su tiempo. Total, es un tema que poco puede contribuir a su figuración.

El doctor Iguarán, que tan folclóricamente anunció las detenciones del presidente y el vicepresidente de Bancolombia, no dijo ni pío cuando la decisión se desplomó.

Estuvo listo para reclamar el crédito en los gozosos, pero desapareció convenientemente a la hora de los vergonzosos.