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Para pulir un verso

En Colombia nos hemos acostumbrado a practicar un periodismo rabioso, virulento, que tal vez sea el reflejo de una nación individualista, pendenciera, indomable

Semana
20 de agosto de 2005

Siempre me ha parecido que en los recitales de poesía se corre el riesgo de que el poeta más aplaudido no sea el mejor ni el que ha escrito la mejor poesía. Suele tener más éxito el poeta efectista, el capaz de leer con más énfasis algunos versos escogidos más por su contenido declamatorio que por su calidad poética. Eso sucede en muchos auditorios, y no sólo de poesía. Cuando uno está ante un público, frente a una tribuna, cae muchas veces en la tentación de lucirse con alguna frase de seguro efecto, aunque su carga de verdad, de interés o de auténtica hondura sea nula. En política, no pocas veces gana el que más grita.

También en el periodismo se puede caer en aquella romántica aspiración del poeta Valencia que consistía en "sacrificar un mundo para pulir un verso", que, en el caso de la prensa, se traduce en el acto de hundir a un funcionario (o a cualquier persona, empresa, marca, colega?) para consolidar el efecto de un artículo. Los que escribimos para los periódicos corremos siempre dos riesgos opuestos: volvernos complacientes, para satisfacer el gusto de un interlocutor real o imaginario; o volvernos camorristas y descaradamente hirientes para buscar el aplauso de la tribuna. La tentación del panegírico (nombre elegante de la lambonería) o la tentación del epigrama (nombre decente de la pulla personal escrita para que duela). En todo caso, la alabanza o el insulto, aquí, producen mucho mejor efecto que el análisis.

Destino triste el del periodista de opinión colombiano: si no muestra de vez en cuando los colmillos untados de sangre, dejan de creerle y de leerlo. O suelta una agudeza satírica y se tira, con justicia o sin ella, en la reputación de alguien, o su papel como comentarista es visto como algo anodino, inútil, sin espesor ni sentido. Así como los toreros se adornan tirándose un farol, también a los que escriben, a veces, les toca echarles carnita a los leones, es decir, al público, a esos que publican sus caricias y sus pellizcos en las cartas al director o en los mensajes virtuales. Como Poncio Pilatos, de vez en cuando, hay que escoger por ahí algún Barrabás y tirárselo a la muchedumbre para que goce y lo destroce.

En Colombia nos hemos acostumbrado a practicar un periodismo rabioso, virulento, que tal vez sea el reflejo de algunas características nuestras como nación individualista, pendenciera, poco disciplinada, indomable. Hace dos siglos el Arzobispo-Virrey Caballero y Góngora decía que el colombiano era "un pueblo imposible de gobernar", y hace casi un siglo un analista venezolano, Vallenilla Lanz sostenía que no había en América un periodismo más iconoclasta, furibundo e hiriente que el colombiano. En el fondo nos encanta el canibalismo por escrito y de ahí que entre nosotros hayan tenido tanto éxito maestros de la injuria como José María Vargas-Vila.

¿No habrá en muchos de nuestros ataques un miedo escondido a que nos ataquen a nosotros o un "yo acuso para que no me acusen"? Los agresivos, en general, se defienden de un miedo imaginario a ser ellos los agredidos. Las frases duras y efectistas, en la mayoría de los casos, tienden a ser una abusiva simplificación. Para que tenga efecto, un epigrama no se puede matizar, y sin matices, salvedades y cautelas es imposible analizar desapasionadamente la realidad.

Pero aquí lo que nos gusta son las simplificaciones furiosas: "el peor gobierno de la historia", o al contrario, "el salvador de la Patria"; "la más abominable conjura de los sucios", o bien, "El más pulcro pacto de caballeros"; "los criminales más sórdidos del planeta", o si no, "los héroes que nos salvaron del abismo"; "el país más miserable de la tierra" o en cambio, "el más dulce vividero de América"; "el más inicuo y vergonzoso pacto firmado por ministro alguno", o al revés, "el tratado que nos llevará por la senda del progreso".

Quien no escriba así, con todo el énfasis, quien desconfíe de las fórmulas enfáticas de condena o salvación, quien no insulte ni exalte, será considerado un vomitivo, un tibio, un sin carácter, un bostezo viviente que no vale la pena ni leer. Y una última anotación: esta crítica que hago quiere ser también una autocrítica.

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