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Columna de Isabel Cristina Jaramillo

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¿Para qué un Ministerio de las Mujeres? A propósito de la propuesta de Sergio Fajardo

Los recursos humanos y económicos de un Ministerio son claves para producir el conocimiento y la voluntad política que todavía están ausentes en el debate nacional. Mucho depende, sin embargo, de los poderes jurídicos y simbólicos que se le atribuyan y de las personas a las que se les haga el encargo.

1 de abril de 2022

En los primeros meses de trabajo del Presidente Iván Duque circuló la propuesta de creación de un ministerio de la familia. Fui consultada por algunos, dado que he dedicado muchos años a estudiar la regulación de la familia, sobre cuáles serían los “riesgos” de una propuesta de este estilo. Particularmente, preocupaba que quien estaba defendiendo la propuesta era un congresista con afiliación a una denominación religiosa y tendencias conservadoras. Mi investigación sobre este tema particular arrojó que los ministerios de la familia que actualmente existen fueron creados en distintos momentos históricos y con distintas intenciones ideológicas y que su orientación y acción puede ser moldeada para ajustarse a los gobiernos de turno. El trabajo de Luis Bernardo Mejía, profesor en Ciencia Política en la Universidad de los Andes, sobre los departamentos de planeación nacional en Colombia, Perú y Chile, me pareció especialmente iluminador. Muestra especialmente cómo esta figura de los estados desarrollistas, adoptada en unos casos en los treinta y en otros en los sesenta, ha podido ser adaptada a producir conocimiento y lograr objetivos neoliberales que nada tienen que ver con los que los inspiraron. Algo similar han concluido los estudios sobre las burocracias de mujeres: el nombre de la institución no dice tanto como los recursos y poderes que se le asignan. No se puede juzgar una propuesta muy abstracta porque se nos puede quedar en “pura poesía”.

Yo diría que ha habido tres tendencias en la respuesta a la pregunta por cómo garantizar mejor los derechos de las mujeres: 1) negar que la discriminación de las mujeres exija un esfuerzo particular y recursos significativos; 2) crear instituciones/foros/convenios especiales para las mujeres; 3) transversalizar la perspectiva de género en todas las actuaciones de la administración pública y la administración de justicia.

El universalismo ingenuo, por no decir el negacionismo, prevaleció entre los años cincuenta y los años setenta en los debates locales y transnacionales sobre la garantía de los derechos de las mujeres. Particularmente importante para quienes lo defendían era que las mujeres deberían aspirar a ser tratadas como humanas y gozar de todos los derechos, y los mismos derechos, que se garantizaban a los hombres. El problema, que rápidamente detectaron las poquísimas mujeres que fueron incluidas en cargos de poder y como expertas en cuerpos de garantía de derechos humanos, es que cuando un reclamo lo hacía una mujer recibía menor atención que cuando lo hacía un hombre, que los problemas de las mujeres no eran los mismos problemas de los hombres y que las soluciones de los hombres terminaban siendo bastante irrelevantes para las mujeres.

Entonces, se mostró que la cuestión no podía ser “agregar a las mujeres y mezclar” sino que se necesitaban conocimientos especializados sobre la situación de las mujeres y diseñar políticas públicas que tuvieran en cuenta las diferencias. Para producir estos conocimientos y estas políticas, entre los años setenta y los noventa de este siglo, se crearon cuerpos especializados en temas de “mujer”: ministerios, direcciones, consejerías y comisiones de “mujer y”.

También se aprobaron leyes especiales para temas de mujeres: leyes de violencia doméstica y leyes de violencia sexual, entre otras. Esta estrategia permitió avanzar en muchos frentes: se posicionó en muchos ámbitos la pregunta por las mujeres, se crearon indicadores diferenciados para hombres y mujeres, se mejoró la percepción de las mujeres sobre la respuesta estatal y se avanzó en las agendas que fueron marcadas como agendas de mujeres.

No obstante, pronto se notaron las falencias de la estrategia: 1) las mujeres son la mitad de la población, por lo tanto, sus problemas no son “excepcionales” o marginales, como parecía sugerirlo la estrategia de especialización; 2) si solamente se atiende a las mujeres en sus reclamos “excepcionales”, no se logrará transformar los factores estructurales que crean esos problemas; 3) las oficinas especializadas tienen pocos recursos y muchas veces carecen de los expertos para producir conocimiento y ofrecer soluciones de gran escala. Esto sin contar con que muchas veces estas nuevas burocracias fueron capturadas por redes clientelares y se asignaron los cargos a personas sin conocimientos y sin capacidad para adquirirlos.

Desde los noventa se ha posicionado la estrategia de la transversalización como estrategia ideal para lograr cambios estructurales en materia de género. Aquí se busca que TODOS los funcionarios públicos, incluidos jueces y juezas, adquieran conocimientos y herramientas para entender y resolver las situaciones que se les presentan de manera que no reproduzcan la desigualdad y, por el contrario, contribuyan a eliminarla. Los gobiernos, como el colombiano y el argentino, han incluso adoptado leyes que obligan a la capacitación MASIVA de los funcionarios públicos para que en poco tiempo la estrategia empiece a producir resultados. De nuevo, al lado de los buenos resultados, ha habido dificultades: son demasiados funcionarios públicos como para capacitarlos todos al mismo tiempo; para aprender realmente a pensar usando “perspectiva de género” se necesita mucho más que unas pocas horas de adiestramiento o una charla introductoria; no todos los funcionarios tienen el mismo interés o capacidad para producir conocimientos con perspectiva de género; hay demasiada rotación entre los funcionarios públicos como para lograr metas reales de capacitación en el corto plazo. La meta de cambiar la educación desde edad temprana para que se ajuste a este objetivo es de mucho más largo aliento, pero promete dar muchos más frutos. Algunas estamos empeñadas en ello.

Entonces: ¿si o no un Ministerio de las Mujeres? Mi percepción del panorama institucional colombiano es que esta figura puede permitir reunir esfuerzos para escalar lo que ha venido haciendo la Alta Consejería, que es bueno, pero MUY limitado.

Creo que el asiento en el Consejo de Ministros puede ser aprovechado para la incidencia hacia una verdadera transversalización de la perspectiva de género, es decir, una transversalización informada y productiva. Los recursos humanos y económicos de un Ministerio son claves para producir el conocimiento y la voluntad política que todavía están ausentes en el debate nacional.

Mucho depende, sin embargo, de los poderes jurídicos y simbólicos que se le atribuyan a ese ministerio y de las personas a las que se les haga el encargo. Bastante tiempo se ha perdido en la agenda de género con personas inexpertas que se toman varios años en entender el problema y empezar a producir resultados.

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