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El otro problema para la paz: el divorcio entre el poder y la política

¿Qué sentido tiene que sigamos políticamente enfrascados en la discusión sobre el dónde y el cómo refrendar los nuevos acuerdos de paz, cuando en el subsuelo social se extiende y consolida una cultura del atajo y de la intolerancia que se expresa en las más diversas formas de violencia?

Pedro Medellín Torres
20 de noviembre de 2016

Cada vez parece más ridícula la discusión política de cómo llegar a la paz con las FARC, cuando en Barranquilla, en la final del futbol colombiano, una hincha del Junior ataca con un puñal a un jugador del Nacional que celebraba el triunfo. Justo una hora antes que en la misma ciudad, una ráfaga de balas sin razón, disparadas por el parrillero de una moto, acabara con la vida de un hombre y de una niña, y dejara heridos a seis menores más. Y un día antes que, en Buga, una mujer fuera empalada y asesinada en un ajuste de cuentas, o que en Popayán se descubriera a una amable familia vinculada con el asesinato de 12 líderes comunitarios. Y cuando miramos hacia atrás y hacia los lados vemos que sigue una larga lista de hechos de violencia, cada vez más dura y más cotidiana, en cada municipio, en cada vereda del país, en una sociedad que ya no se asombra ante los hechos de violencia.

¿Qué sentido tiene que sigamos políticamente enfrascados en la discusión sobre el dónde y el cómo refrendar los nuevos acuerdos de paz, cuando en el subsuelo social se extiende y consolida una cultura del atajo y de la intolerancia que se expresa en las más diversas formas de violencia?

Una observación de la superficie, nos permitiría afirmar que el problema está en que las políticas nacionales son más débiles para atacar las fuentes del crimen y la violencia. Los reportes policiales son cada vez más elocuentes. Por una parte, al tiempo que crecen los cultivos de narcóticos, aumentan las acciones de bandas criminales por reclutar menores que se enganchen en las drogas para que luego se conviertan en efectivos distribuidores. No son pocos los territorios en los que este tipo de problema congestiona la acción de la policía y las autoridades judiciales. Por otra, el trafico de armas crece incontenible en el país. De los tres millones de armas ilegales que se calculaban en 2011, cinco años después se puede decir sin temores, que hoy en el país estamos por encima de los cuatro millones de armas ilegales en el país. Y en medio de semejantes problemas, mientras que la tasa de homicidios ligados al conflicto armado se reduce, las muertes vinculadas a la delincuencia común y a las riñas sigue aumentando.

Es la dinámica de la violencia no sólo esta debilitando la acción del Estado, sino que también carcome la riqueza del país. Según el Índice Global de Paz, estamos ante una violencia que en el 2015 “sumó 139.481 millones de dólares, cerca del 30 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) o, en otras palabras, lo equivalente a que cada colombiano haya dado 2.919 dólares”.

Pero no se trata solo de un problema de debilidad de las políticas públicas. Si intentamos una mirada más allá de la coyuntura, podremos decir que Colombia comienza a transitar por una crisis antes no conocida: El divorcio entre el “poder” y la “política”. Primero, porque el poder del Estado se ha visto expropiado por la progresiva toma de control en manos de agentes privados legales e ilegales (nacionales y extranjeros) que han ido limitando su capacidad para mantener el control sobre la sociedad. La multiplicación de ejércitos privados que controlan grandes proporciones del territorio (incluida la explotación de sus riquezas), los ha convertido en los nuevos agentes del orden territorial.

Y luego, porque los políticos han ido vaciando de contenido público a la acción política. No es el orden colectivo que está en discusión. Ni mucho menos los intereses del país o el bienestar y la seguridad de la sociedad. Ahora son los pequeños intereses, es el propósito de favorecer a unos electorados particulares los que ha convertido en su propia clientela.

La paradoja está en que hoy vemos, por una parte, a un Estado débil que está cada vez más desprovisto de política, que antes era la arena en la que se definía cual era el curso a seguir para enfrentar un problema. Y por otra, a una clase política, cada vez más desprovista de poder, que era la que antes le confería la capacidad de decir hacia dónde se debían orientar los esfuerzos en el mantenimiento de un orden determinado.

Es lo que tenemos hoy. Una dirigencia política, sin poder real, que se debate en las condiciones y procedimientos que deben regir la firma de un acuerdo de paz con las FARC, y un Estado sin política que trata de sobrevivir en un orden de violencias que él mismo ya no puede contener, y una sociedad que ya no es capaz de controlar.

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