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Periodismo y terror

Asociar el adjetivo terrorista con un gentilicio, por ejemplo árabe o vasco o colombiano, es algo grave y peligroso

Semana
14 de marzo de 2004

Ante una acción terrorista de espanto como la que acaba de suceder en España, la primera reacción es el pasmo, la incredulidad, la tristeza por el dolor de miles de víctimas, un nudo de indignación y de rabia que quisiera ser inmediatamente justiciera (¿pero contra quién si lo típico del terrorista es lo oscuro, lo clandestino?). Luego viene la sensación de que las palabras no sirven para nada. Las ganas de callarse. Pero aunque las palabras parezcan enanas ante el acto de terror, aunque no sirvan para nada (fuera de expresar un repudio que ya casi todos han expresado, de unir la voz a las voces hasta que todo parezca el mismo eco de protesta), uno siente que ocuparse de cualquier otro tema sería una frivolidad imperdonable.

Los terroristas le arrebatan al periodismo un primer objetivo que siempre consiguen y siempre conseguirán: nos obligan a hablar de ellos, de su acto espantoso. Quienes informan no pueden pasar por alto la sangre y la muerte. El terrorista quiere que se hable de él, así sea para condenarlo. Busca que su demencia asesina, sea como sea, ocupe las primeras páginas, todos los canales de televisión y emisoras de radio, que se hable de sus objetivos políticos, pues se supone que los tienen, de sus supuestas motivaciones racionales.

El periodista de opinión trata de explicar y de analizar. Pero ante el terrorismo la explicación y el análisis se desmoronan. En realidad creo que no deberíamos analizar los motivos inmediatos del terrorismo: sólo condenarlo. No hay nada que explicar porque intentar entender las razones del terrorismo es un comienzo de justificación, y las acciones así son injustificables: nada justifica el asesinato indiscriminado, la sevicia de aquellos que siembran muertos inocentes. Las acciones de este tipo son la maldad en bruto y no podrían aceptarse ni aun en el caso de que la causa que haya detrás del terrorista fuera la más justa. No hay fin que justifique la maldad del terrorismo. Puede haber luchas o guerras justas; pero estas luchas pierden toda legitimidad si acuden al terrorismo.

El terrorismo es el extremo desesperado y despiadado de los fanáticos que no pueden convencer a casi nadie de sus ideas extremistas, y que entonces se ensañan contra los más indefensos, los civiles anónimos en un sitio público, contra la carne mortal y frágil que somos todos: usted, ella, él, yo, cualquiera, todas las personas que nos movemos por una ciudad. Lo que produce terror es que uno sabe que para un oscuro grupo sanguinario y fanático, todos somos blancos potenciales, sin importar lo que seamos (nuestra edad, sexo, ideología, nacionalidad, creencias).

Tampoco puede el periodista, en una especie de furia justiciera, intentar darles un rostro colectivo o genérico a los terroristas. Atribuir una culpa colectiva, así sea veladamente, es un error, pues los terroristas son individuos, pequeños grupos escondidos pero formados por personas concretas, de carne y hueso, y no un grupo anónimo y amplio (como sí lo son las víctimas). Si al terrorista no le importa quién es la víctima, a quienes combaten el terrorismo, en cambio, sí les tiene que importar quiénes exactamente son los terroristas. Asociar el sustantivo terrorista con un gentilicio, por ejemplo árabe o vasco, o con alguna denominación étnica, ideológica o religiosa, es algo grave y peligroso: si decimos terrorista islámico, o colombiano, empezamos a ver como demonios a todos los vascos, todos los musulmanes, todos los colombianos, como si por el solo hecho de ser de aquí o de allá fuéramos también terroristas.

Oí el jueves un comentario en caliente de un personaje de la política española que me pareció interesante por lo que revela en el fondo. Dijo: ''Nos gustaría más que fueran los moros''. Esta expresión revela algo oscuro en el inconsciente de ciertas personas: quisieran poder circunscribir la maldad, el demonio, en un grupo humano: los moros, los árabes, como en una culpa colectiva o como si algunos europeos no pudieran ser terroristas. Cuando el justiciero no discrimina, empieza a pensar un poco con la misma lógica aberrada de los terroristas: que caiga el que caiga, según la ley del Talión, pues todos pueden ser mis enemigos si pertenecen a cierta categoría social o étnica o ideológica.

No puede haber una ''guerra contra el terrorismo'' (esa es la expresión de moda), como si hubiera una colectividad casi abstracta de malvados a la que hay que atacar con las armas convencionales de la guerra. Lo que hay son individuos que conforman pequeños grupos que cometen actos de terror. Y por supuesto que hay que perseguirlos, combatirlos, neutralizarlos, pero contra ellos no valen los tanques, los aviones, las invasiones ni los grandes despliegues de armamento que asociamos con la palabra ''guerra''. Contra el terrorismo lo que puede servir son acciones policiales, de infiltración e inteligencia. La serenidad y la firmeza, pero no la ira, son el mejor homenaje que los gobernantes pueden hacerles a las víctimas del terrorismo.

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