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¿Pizarro y Jaramillo dónde están?

En la historia reciente andaban unos niños armados con subametralladoras Ingram y Uzi matando, literalmente, las ideas.

Yezid Arteta, Yezid Arteta
6 de abril de 2015

Sucios. Atormentados, física y mentalmente, los supervivientes de la serie The Walking Dead llegan hasta Alejandría, una especie de urbanización post apocalíptica protegida del horror y la muerte mediante una muralla de acero. En Alejandría hay viviendas decentes con comida, agua y luz. La batuta de la comunidad, vaya, la lleva una ex congresista. Luego de una larga, extenuante y sangrienta lucha contra los zombis, Alejandría se perfila como la idílica tierra prometida.

Los supervivientes discuten. Sólo hay dos alternativas: quedarse en Alejandría sanos y salvos o seguir luchando hasta el final y librarse para siempre de la amenaza de los zombis. Rick Grimes, ex policía y líder de los supervivientes, les recuerda a sus camaradas que ninguno del grupo es débil puesto que les ha tocado luchar cada día para no dejarse devorar por los zombis. No sabemos lo que es la debilidad, sentencia Rick y demanda al grupo a continuar la lucha hasta conseguir la liberación. 

En Alejandría, luego de comer, beber, follar y dormir durante una noche sin sobresaltos algunos de los supervivientes son partidarios de quedarse allí. Protegidos. Los seguidores de esta idea “no lo saben pero lo hacen” y se dejan llevar por las apariencias, por el fetichismo que cubre a Alejandría y pasan por alto la mugre oculta bajo la alfombra. Están cansados de tantos peligros y de cubrirse con harapos salpicados de sangre. Quieren ducharse con agua caliente, rasurarse la barba, cambiar de look, comerse un pastel de chocolate.   

Hasta aquí la serie. La ficción. El compositor habanero, Justi Barreto, cuenta que quedó triste cuando se fueron las comparsas, pero que al llegar la salsa el alma le volvió, su vida se alegró. Dice que se opacaron tantas luces pero que él siguió alumbrando gracias a Johnny Pacheco y Jerry Masucci. Barreto pide a los salseros que aplaudan y conserven esos nombres. En la interpretación de Pupi Legarreta, el músico de Cienfuegos, se pregunta en dónde están Pacheco y Masucci. En la salsa, responde el coro de Pupi y su Pachanga. Pacheco & Masucci, un disco que nunca debe fallar en una fiesta salsera.  

Hasta aquí la música. Lo dionisiaco.  Volvemos a lo nuestro. La majadera realidad. Un cuarto de siglo del asesinato de dos jóvenes políticos de izquierda: Bernardo Jaramillo Ossa (35 años)  y Carlos Pizarro Leongómez (38 años). Exposiciones fotográficas, actos protocolarios, películas, ofrendas florales, en fin, todas estas cosas que hay que hacer para que una chica que, no había nacido cuando mataron a este par de hombres de acción, no muera en total ignorancia política y pueda saber de buena tinta que en la historia reciente andaban unos niños armados con subametralladoras Ingram y Uzi matando, literalmente, las ideas.

Ideas más acción. Carlos y Bernardo sintetizaban, como tantos otros, a esa forma de mutualismo natural que define a los revolucionarios que creen en sus ideas revolucionarias. Toda clase de revoluciones, digo: política, musical, jurídica, económica, religiosa, sexual, etcétera. Se preguntaría el compositor Justi Barreto: ¿Pizarro y Jaramillo dónde están?   

Esta es una buena pregunta para dos tipos de gente que menean sus carnes en ciertos domicilios de la izquierda y enseñan el carné con los dientes. Unos corresponden a esa clase de dirigentes que, al igual que los supervivientes de The Walking Dead, se quedaron a vivir en su Alejandría y lo que pase del muro hacía afuera les importa un rábano.

A los otros, empero, los nombres de Jaramillo Ossa y Pizarro Leongómez es un asunto de vintage o moda retro de tal manera que lo más importante para estos activistas es la de obtener un disfraz que se acomode a las circunstancias. Son, como los bailes de máscaras, inofensivos y divertidos.

Con los primeros, en cambio, hay que andar mosca porque están signados por la intolerancia y el egoísmo, amén de que poseen el extravagante don de dividir o liquidar las iniciativas o proyectos de izquierda que están bien concebidos. Son las antípodas del fallecido Carlos Gaviria, el intelectual de vocación y formación que supo juntar lo diverso y pudo sostener unos principios sin agredir al otro. 

No hay que dejar que la monotonía mate nuestro entusiasmo, decía el personaje de una película cuyo nombre no recuerdo o no quiero recordar.  

Yezid Arteta Dávila
En twitter: @Yezid_Ar_D
Blog: https://yezidarteta.wordpress.com/author/yezidarteta/

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