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POESIA, PATRIA, PALACIO Y PRESIDENTE

Semana
6 de junio de 1983


Por primera vez en mi vida he recorrido el palacio donde viven los presidentes de Colombia. Confieso que he sentido siempre un miedo reverencial ante esos edificios monolíticos y majestuosos donde anida el poder humano. Me recuerdan aquellos mausoleos con ángeles italianos y filigranas que las familias ricas hacen construir --en los cementerios o en las naves augustas de las catedrales-- para que sus parientes sigan disfrutando en la muerte los mismos lujos que tuvieron en la vida. Eran más inteligentes y prácticos, de todas maneras, los indígenas precolombinos que ponían chicha y yuca en las tumbas de sus deudos porque sabían que la piedra ni se come ni se bebe.

Me asustan esas lozas sacramentales de los palacios, que son un símbolo arrogante de la autoridad humana. Pero, además de mis inhibiciones ante los oropeles del poder, nunca había ido a la Presidencia de la República por una razón sencilla y aplastante: porque nadie me había invitado.

La ocasión no podía ser más propicia para medio centenar de personas que, como yo, hemos cultivado en secreto el vicio solitario de la poesía. El presidente Betancur organizó un recital de su viejo amigo y antiquísimo compañero en una oficina jurídica del ministerio de Educación, el poeta piedracelista Carlos Martín, que volvía a su patria, con los versos bajo el brazo, después de haber permanecido largos años en una cátedra universitaria en Holanda.

Allí estaban ellos, en primera fila, los compañeros de bohemia y de corazón: hombres como Carranza o Jorge Rojas, cargados de amor y de pedrería verbal, los poetas de piedra y cielo que usaron la retórica más bella de la historia de Colombia para hacer trenzas de palabras en los cabellos de las mujeres amadas.

El recital de Martín fue más que una velada agradable: fue una revelación. Fue algo así como la resurrección de los años perdidos haber escuchado al poeta recitando sus estrofas a una jovencita "hippie" de la cual estaba prendado. Era el encuentro de dos épocas pero la juntura de un mismo corazón. Y la demostración de un hecho maravilloso: que un poeta auténtico puede modernizar su inspiración pasando a través del tiempo, del espacio, de la tecnología, de la perversidad humana, de las guerras y las bombas, y de su alma sigue colgada la misma que deja, el mismo suspiro. Un poeta es un poeta, qué carajo, entre pollerines de satín o entre bluyines que destiñen al lavarse. Carlos Martín ha derrotado al tiempo. La poesía es su arma. Y la poesía es invencible.

Fue estupendo, en medio de esas obras adustas que cuelgan del Salón de los Gobelinos, haber escuchado en menos de quince días a dos piedracelistas como Rojas y Martín. Todo ello ha sido posible, lo mismo que el concierto vernáculo de Carmiña Gallo y otros actos similares, por una razón apenas elemental: porque el presidente Betancur también es un poeta. Y los poetas, como los masones o los enamorados, como los pájaros, se entienden con sólo mirarse, sin necesidad de cruzar una palabra.

El señor Reagan, en cambio, y para poner un solo ejemplo, no es poeta sino vaquero de malas películas. Por eso hace lo que hace. Por eso pronuncia discursos tan absurdos como el que le dirigió a su país y al mundo, hace dos semanas, a propósito de la situación en Centroamérica. Porque para entender el mundo, para comprenderlo, para calibrarlo, para actuar en consecuencia, no basta con ser un estadista, un economista, un político, un adivino: es necesario, también, tener alma de poeta. No fue su armamento el que salvó a Inglaterra de una hecatombe que parecía inevitable en la Segunda Guerra: fue el alma de poeta de Churchill, ese viejito gordo que el día en que le pusieron entre las manos el hierro caliente del poder en medio de la crisis, salió a hablar por radio y le dijo a su pueblo: "No tengo nada más que ofrecerles, en este momento, sino sangre, sudor y lágrimas. Pero venceremos, porque sin victoria no habrá supervivencia". Ese día, ese mismo día, a pesar de que el olor de la derrota los perseguía como un perro hambriento, los ingleses ganaron la guerra. Porque la poesía es invencible.

De manera, pues, que se equivocan quienes creen que la literatura, la poesía y las bellas artes en general dependen del mecenazgo del poder para sobrevivir, como en los tiempos floridos de Catalina de Medicis. Es al revés. Los poetas le dan al poder el único calor humano que puede quitarle lo que tiene de áspero y arrogante.

¿Se imaginan ustedes la clase de aire fresco que soplaría en la Casa Blanca si, rompiendo las barreras del tiempo y de la muerte, los viernes por la noche el señor Reagan organizara una velada para que el viejo Whitman llegara con sus barbas fluviales, su chaquetón blanco, su sombrero de sembrador de uvas y sus hojas de versos entre sus manos de abuelo? ¿O que pudiera oírse, tan siquiera por una vez, la voz ronca y portentosa de Sandburg en el Salón Oval? Probablemente tendríamos un mundo más comprensivo, mejor administrado, una concepción distinta del hombre.

Con el recital que ofreció en la Casa de Nariño, a mediados de diciembre, el maestro Eduardo Carranza, y con los que acaban de protagonizar Rojas y Martín, se cierra esta que podría llamarse "la hermosa trilogía en que el poder hizo una reverencia a los piedracelistas" .

Ahora sólo me queda por hacer una humilde, una respetuosa, una poética sugerencia a Belisario Betancur: ¿sería mucho pedirle, señor presidente, abusando de esta complicidad entre poetas, que se organizara una lectura de versos de Jorge Artel?

Artel, ese insuperable poeta negro, en cuya voz tiemblan la cumbia y el sudoroso olor de la negredumbre, aportaría a este mapa poético de Colombia todo lo que su alma significa en el Caribe colombiano, todo lo que tiene de erótico y de marino, de sabor a salitre, de alcatraz hambriento.

De esta forma señor Presidente, la Casa del Poder uniría a los potros cerreros de Carranza con los sábalos plateados de Artel. Y la patria quedaría así, señor presidente, encerrada en el Salón de los Gobelinos como si la novia boyacense y espigada de los versos de Rojas fuera atrapada en la atarraya del Gran Negro.

Porque la poesia, qué carajo, es la patria. Y la patria es invencible...

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